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Ficción de justicia – Por Enrique Arias Vega

Cada día es más cara la justicia, como nos recuerda el ministro Ruiz-Gallardón al subirnos las tasas procesales. Lo peor, con todo, no es eso, sino que luego viene un indulto y deja en agua de borrajas todo lo actuado por los tribunales.

Tras casos como el de Alfredo Sáenz y el de los mossos d’Esquadra de Barcelona, acaba de volver a ocurrir con el conductor kamikaze Ramón Jorge Ríos Salgado, quien hace nueve años mató a otro automovilista que circulaba en sentido correcto. Gracias al indulto, sólo ha pasado diez meses en prisión de los trece años de condena.

¿Para qué, pues, los cientos de miles de euros gastados durante todo este tiempo en atestados policiales, trámites judiciales, actuaciones de la fiscalía, secretarios de juzgado, abogados defensores, recursos, jueces, ejecución de sentencia, etcétera, etcétera, si luego en unos pocos minutos el Consejo de Ministros da al traste con todo lo actuado, en una decisión que no necesita justificación alguna ni se puede recurrir? Ya sé que la figura del indulto existe en todos los países y que en algunos, como Estados Unidos, tampoco está exenta de polémica, como puede apreciarse en la apasionante novela de John Grisham The Broker. En la mayoría de ellos, sin embargo, suele aplicarse tan sólo a penas menores recaídas en jóvenes de fácil rehabilitación.

En España, unos 400 indultos anuales de media son muchos indultos y la sospecha de su aplicación interesada y partidista obliga a una profunda revisión de ese concepto.

De otro modo, entre la lentitud de la justicia, su encarecimiento, el atasco procesal y su uso político, muchos casos de corrupción pendientes acabarán por prescribir o quedarán al albur de un indulto.