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Gloria Díaz – Por Luis Ortega

   

Acaballo entre 2012 y 2013, el título de la exposición que la pintora palmera colgó en el Museo Municipal de Santa Cruz de Tenerife -Rebeca intemporal- me llevó instintivamente a la adolescencia y a las “lecturas censurables” que merced a una inteligente vecina cayeron en mis manos. Lanzada en 1938, Rebeca fue la tercera y más exitosa novela de la inglesa Dafne du Maurier y, también, el primer largometraje que su genial compatriota Alfred Hitchcock rodó en Estados Unidos, apenas dos años después, que cosechó dos Oscar -a la Mejor Película y Fotografía en blanco y negro- y un enorme éxito de taquilla. Fue tal su influencia en España que a la prenda de abrigo que lució Joan Fontaine (partenaire de sir Lawrence Olivier) se la llamó Rebeca y, por su popularidad, la Real Academia de la Lengua la incluyó en el diccionario oficial. En sus dos versiones, es una historia de la poderosa y peligrosa ausencia de la primera esposa del protagonista. De misterio. Con esa idea previa recorrí las salas donde otra Rebeca, esta vez una sólida estructura femenina, un maniquí que cohabita con la artista en su estudio y que, en demanda de conclusión, prestó su morfología canónica y pidió a cambio rostros y atuendos de distintas etapas vitales. El resultado de esta conjunción de ajustados y expresivos retratos femeninos y el torso de madera, alambre y tela gastada, evoca las imágenes religiosas de candelero a las que, acaso por descuido del sacristán o profanación de la creadora, se les descubre su elemental artificio. En grandes y medianos formatos, y realizados en técnica mixta, los cuadros contienen leves referencias de los mundos surreales del italiano Giorgio de Chirico y, también, del mejor Carlos Chevilly, que, mediados del siglo XX, firmó los mejores y más inquietantes de la historia del arte en Canarias. La artista no oculta esta fuente de inspiración porque “nadie sensato puede rechazar el influjo de los auténticos maestros”, perceptible en naturalezas muertas y en la disposición de maniquíes alineados en un taller o espacio de sombra. Completan estas visiones de una artista -que abre y cierra etapas con riesgo y, en este caso, con pleno éxito- una serie de estampas que revelan sus calidades de grabadora, desde los clásicos aguafuertes a las combinaciones de acuarela, aguatinta y lápiz graso que enriquecen el asunto central y participan de un clima misterioso que, por intencionada paradoja, resiste las tentaciones y las amenazas de un auténtico festival cromático.