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Nuevas pensiones viejas – Por Luis Alemany

A partir del mes de enero, la Seguridad Social española ha incrementado en un 2% los salarios de los pensionistas, lo cual -desde una primera instancia- resulta encomiable, en tanto en cuanto supone la voluntad solidaria administrativa con los administrados, en los momentos de mucha confusión económica (y de otras diversas índoles) por las que transitamos en este país; por más que no puede uno por menos de pensar que posiblemente tal parco incremento económico -por bienintencionado que sea- le resulte muy escasamente útil a sus receptores, ya que aquéllos que perciben la máxima pensión jubilatoria -de 2.000 euros- recibirán un aumento de 40 euros, que no es (ni mucho menos) desdeñable, pero tampoco para tirar voladores mensualmente, ya que esa cantidad no permite ni siquiera celebrar tal aumento con una cena matrimonial, en un modesto restaurante: de las cantidades inferiores, tal vez resulte preferible no hablar, porque -por ejemplo- mi aumento es de 1,8 euros, que sería injusto no agradecer, pero que proporcionan -como puede comprenderse- muy escasa viabilidad económica.

Desde esta compleja perspectiva utilitaria, no puede uno por menos de pensar si no hubiera resultado preferible destinar esos miles de millones de euros de incremento de las pensiones en activar los recursos económicos sociales, lo que pudiera repercutir en la estabilidad nacional, de la que tal vez pudiéramos disfrutar en mayor medida todos los ciudadanos: tanto los que recibimos 1,8 euros de más, como mis amigos catedráticos que reciben 40: porque resulta significativo observar -a este respecto- que tal incremento nos ha sido comunicado epistolarmente a todos los beneficiarios en un folio impreso en cuatricromía, introducido en un sobre franqueado, el coste de todo lo cual, multiplicado por los millones de pensionistas del país, arroja una escalofriante cifra multimillonaria que resulta muchísimo más cuantiosa que las cantidades incrementadas.

Cuando uno trabajaba en una Universidad francesa -hace cuarenta años-, cada tres o cuatro meses la nómina mensual arrojaba unas docenas más de francos que los regulados en el contrato firmado previamente, que se correspondían con el incremento del coste de vida, que es algo que los franceses contemplan con suma meticulosidad: incluso la pensión que allí cobró actualmente se ciñe a esas oscilaciones; pero en ningún momento -ni antes ni ahora- tales incrementos económicos se acompañaron de farragosa burocracia explicativa, que (como ahora en España) entorpece -cuando no aminora- el beneficio pretendido.