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Oportunidad para cambiar – Por Blanca Delia García

   

No, no, no”, gritaba mi hermana pequeña cuando yo le aseguraba que vivía en una isla. En su imaginario infantil -solo tenía 4 años- una isla era un pedazo diminuto de tierra perdido en el océano, en el que una persona desespera sin más compañía que una palmera.

Ella odiaba la soledad que veía en los dibujos animados y también en algún que otro colorín de los pocos que entonces circulaban por casa. Además, no solo estábamos mi padre, mi madre y yo, sino que ella podía correr hasta cansarse entre los frutales del patio o en la plaza, donde también había otros niños.

Era imposible que ella viviera en una isla, en la que apenas podía dar un paso sin caer en el agua, donde siempre rondaba un tiburón con ganas de comérsela, así que ella lloraba y lloraba hasta que yo le decía que no era cierto. “Vale, vale, me lo he inventado”, le decía para que se tranquilizara, pero si hoy lo pienso puede que no hubiera muchas razones para esa tranquilidad.

Vivimos en un lugar privilegiado y así se han cansado de repetírnoslo hasta que nos lo hemos creído con los ojos cerrados, como hacía mi hermana cuando yo le negaba la realidad. Y no digo que esta tierra no sea el paraíso, que lo es, pero no existe paraíso sin infierno y he ahí el problema.

Que la educación se encarece, aquí más; que el paro crece, aquí se multiplica, que la sanidad pública se vuelve complicada, aquí mucho peor, y que los transportes empiezan a convertirse en un lujo, aquí ni te cuento.

Esa y no otra es la realidad a la que han contribuido tanto los gobiernos centrales, con su escaso conocimiento y/o apuesta por la diversidad nacional, como los regionales, los insulares y los locales, a los que les ha sobrado egoísmo y faltado visión, lo que se traduce en pésima gestión.

Limitados unos por su idea de paraíso vacacional y otros, por su interés particular, lo cierto es que pocos son los que han apostado por el verdadero progreso de las islas, en las que la bonanza económica pasó como un ciclón, que solo dejó tras de sí montañas de cemento.

¿Para qué un pueblo culto y preparado, si es más fácil controlarlo cuando no se cuestiona nada? Claro que tarde o temprano la realidad llama a la puerta y es entonces cuando nos damos cuenta -o tal vez ni siquiera eso- que debimos haber invertido y planificado mejor.

Imposible vivir solo de subvenciones cuando escasean los recursos; de nada sirve echarle la culpa a los de arriba cuando aquí tampoco hemos sabido hacer el trabajo, y difícil recuperar la credibilidad cuando ya nadie cree en la política.
Sin embargo, el mundo sigue y cada día es una nueva oportunidad para cambiar.