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Tres notas sobre una negociación irrelevante – Alfonso González Jerez

El secretario general del PP de Canarias, Asier Antona, ha mostrado reiteradamente su preocupación por lo que llama “presión mediática” sobre las inminentes negociaciones entre el Gobierno autonómico y la oposición conservadora (renegociación del REF, relaciones estratégicas con la UE, políticas de empleo, modelo de financiación autonómica, reforma de las administraciones públicas) y ha insistido en la discreción imprescindible para que fructifiquen los consensos. Obviamente al término de su reunión posa junto al presidente del Gobierno autonómico y la portavoz parlamentaria del PP, María Australia Navarro. ¿A qué se referirá Antona con lo de “presión mediática”? Si en el Archipiélago el día de mayor presión mediática se produce cuando cae nieve en las cumbres de Tenerife o Gran Canaria y el fotógrafo no ha llegado a tiempo… En todo caso la foto es, simbólicamente, muy ilustrativa. El presidente Paulino Rivero aparece en el centro de la imagen. No otra cosa es lo que buscaba: la centralidad. En las coyunturas especialmente críticas (y esta lo es política, económica, socialmente) uno de los objetivos básicos de todo presidente es alcanzar cierta centralidad discursiva y simbólica que refrende un doble papel: es, desde luego, el máximo responsable de la gestión del Gobierno, pero también una suerte de tutor de todo el proceso político, que, al menos por un instante, parece girar a su alrededor. Eso es lo que, en términos políticos, ha conseguido Rivero con esa foto y con las reuniones posteriores entre coalicioneros y conservadores, acaben mejor o peor: la centralidad del discurso en un proceso político que ventila un cuarto asfixiante. Por eso no aparece a su lado ni su vicepresidente, ni el consejero de Economía y Hacienda, ni la consejera de Empleo, ni la consejera de Asuntos Sociales. ¿Por qué se presta al PP? Los dirigentes del Partido Popular también obedecen a sus propios incentivos. Desarrollar ofertas consensuales es (tal y como demostró Rodríguez Zapatero en su etapa de oposición a José María Aznar) una forma de proyectar fuerza, credibilidad y voluntad políticas. Y el PP lo necesita. Necesita algo más que tronar monótonamente contra el Gobierno autonómico y descalificar de sol a sol a Paulino Rivero y sus consejeros. Los conservadores canarios disponen de la ventaja de no gobernar ahora mismo, evitando así el desgaste infernal que supone tomar decisiones, pero al mismo tiempo no pueden desligarse del malestar, la indignación o el hartazgo que originan las políticas aplicadas por el PP desde el Gobierno central. Si las negociaciones tienen algún menguado fruto podrán arrogárselo. Si no es así siempre podrán decir que hicieron humanamente, inhumanamente incluso, todo lo posible.

2. Ante la metodología política desplegada aquí, cabe preguntarse cuál es el papel del Parlamento en el debate político, la exposición de análisis y propuestas y la negociación de acuerdos. La respuesta es muy sencilla: ninguno. El Parlamento – que es precisamente el espacio institucional al que corresponde el diálogo, la negociación y en su caso el acuerdo entre las fuerzas en él representadas – es alegremente preterido. Obviado sin pestañear. Debaten y negocian los dirigentes políticos, no los grupos parlamentarios, y en el mejor (o peor) de los casos los acuerdos alcanzados se remitirán posteriormente al Parlamento para su materialización en forma de leyes, normativas o reglamentos. La Cámara es una pianola que toca mecánicamente la melodía escrita en otra parte: en una zona relativamente oscura al que no alcanza la “presión mediática” que tanto preocupa al aprensivo Antona. Esta desparlamentización del proceso político es asumida con absoluto desparpajo por todos los agentes partidistas y evidencia su poca o nula comprensión de la aguda crisis del sistema político, que ha entrado en una fase de creciente deslegitimación democrática. No contribuye a estimular la confianza del ciudadano ni a fortalecer el régimen parlamentario. Por supuesto, no se trata de ninguna novedad. No representa esta negociación un endemismo político canario. El desplazamiento del poder político – por no hablar de los otros – desde el Parlamento, el corazón del sistema democrático, al Gobierno y las administraciones públicas es una realidad funcional que aquí se certifica nuevamente.

3. Por último, el brumoso horizonte del consenso. La teoría politológica establece que el consenso (un vínculo estable por el que se acepta, comparte y defiende algo entendido como común) presenta varios niveles. Obviamente se comparten valores políticos básicos e igualmente mecanismos procedimentales y reglas de funcionamiento político-institucional (se comparte incluso, con un cinismo casi admirable, una escandalosa subordinación del Parlamento). Pero lo que no se puede compartir, sobre lo que no existen posibilidades de acuerdo, son las políticas y modelos de actuación públicos en una tesitura de crisis sistémica como la actual. Y esa sí resulta una relativa novedad dentro y fuera de Canarias. Desde finales de los cuarenta conservadores, liberales y socialdemócratas consensuaron – con una amplia gama de matices nacionales y tácticas – la construcción de un Estado de Bienestar. A partir de los años ochenta este consenso se ha desquebrajado progresivamente y se ha visto atacado ferozmente desde un punto de vista político, empresarial e intelectual. En general los socialdemócratas han cedido reiteradamente terreno y ahora están enjaulados por una crisis económica frente a la cual la izquierda reformista carece de autonomía y estrategia continental y una construcción política europea lastrada por un déficit democrático fatal. ¿En qué territorio puede construirse ahora mismo un consenso entre las tres grandes organizaciones políticas canarias? ¿En qué pueden estar de acuerdo, en materia presupuestaria, laboral o de financiación autonómica, Coalición, el Partido Popular y el PSOE, si es que el PSOE despierta durante medio minuto para asimilar lo que ocurre? La pregunta correcta, en realidad, sería en qué están empíricamente en desacuerdo. No existe margen para la disidencia lo que, paradójicamente, condena cualquier consenso a una ridícula pantomima. Y cualquier reforma de las administraciones públicas — ¿una reforma de las administraciones públicas sancochada en apenas un mes? — será inmediatamente frenada por los negociadores en cuanto se roce siquiera sus intereses políticos o electorales.
El consenso anhelado, negociado y enfatizado no sería, entonces, más que la confluencia cómplice en la inevitabilidad de nuevos recortes a los derechos cívicos, de nuevas purgas presupuestarias en los sistemas sociales y asistenciales, de una pauperización miserable de la representación democrática. No se trata de consenso en absoluto: es simplemente un acontecimiento más o menos efectista de propaganda política.