Retiro lo escrito > Alfonso González Jerez

Amadou – Por Alfonso González Jerez

Estábamos en una plaza junto a un mar bravío y cubierto de neblina y Amadou me interrumpió y me tomó del brazo y me dijo: “Es así”. Y corrigió mi error en los versos de San Juan de la Cruz con los ojos cerrados frente al mar y el ritmo de su voz era el del poema pero a la vez el suyo. Para llegar a recitar San Juan de la Cruz en la costa de Tenerife la secuencia había empezado mucho antes, cuando era un muchachito, un estudiante de secundaria que bailaba canciones de Benny Moré que también eran versos de amor: “Este amor tan fatal / que atenaza mi mente, / esta fiebre de ti / estas ansias vehementes / este calor de infierno / que me abrasa la frente / perdonándote todo tu pasado y presente”. Lo recordaba y tarareaba cuarenta años después. Amadou quiso, como otros condiscípulos, entender lo que bailaba y así comenzó a aprender el idioma de Cervantes, de San Juan de la Cruz y de Benny Moré, a los que conocía no como un sabio, y menos aun como un erudito, sino como un amigo.

En una ocasión, en los años ochenta, viajó emocionado a La Gomera y quiso acercarse a Vallehermoso, la cuna de Pedro García Cabrera, “un poeta grande, muy grande”, y al cabo del rato, andando por la carretera, se le acercó un jeep de la Guardia Civil, qué hacía un negro caminando bajo el sol de justicia hacia Vallehermoso, mi sargento, no me diga que no era extraño, era muy sospechoso, y Amadou ofreció gentilmente sus explicaciones, todavía más sorprendentes que su sonriente presencia ahí, porque el negro era doctor en Letras por la Sorbona y profesor de la Universidad Cheikh Anta Diop de Dakar. “A la mar fue por naranjas / cosa que la mar no tiene. / Metí la mano en el agua: / la esperanza me mantiene”. En el jeep, y hasta llegar al pueblo, Amadou recitó a Pedro García Cabrera con su tranquilo, oracular, indestructible entusiasmo, y el número pisaba el acelerador para llegar cuanto antes y ahorrarse tal chaparrón de bellezas, y después, en el pueblo, Amadou dialogó en silencio con las calles y las casas, los árboles y el cielo, los rumores del viento y las huertas cuidadas como un beso y regresó caminando mientras se encendía la tarde a sus espaldas.

Ayer murió El Hadji Amadou Ndoye, un hombre sabio y bondadoso que durante más de treinta años enseñó el idioma español en Dakar y divulgó entre sus miles de alumnos la literatura española y la canaria, y únicamente los que no han conocido su obra, su devoción, su generosidad y su sonrisa ignoran hasta qué punto nos ha dejado todavía más solos.