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Anton Van Dyck – Por Luis Ortega

La propuesta del Museo del Prado no pudo ser más sugestiva: un sexenio -entre los 16 y los 21- en la vida y la obra de un pintor que prolongó la gloria del arte flamenco en Europa y compartió con su admirado maestro Pedro Pablo Rubens los mayores logros en la primera mitad del siglo XVII. Noventa pinturas y dibujos acreditan las sabias mocedades de Anton Van Dyck (Amberes, 1599-Londres, 1641) que, con solo diez años inició su aprendizaje con Hendrick van Balen y, en 1618, superadas todas las pruebas exigidas de su gremio, fue considerado maestro independiente y colaboró de manera oficial en el taller de su mentor. Al principio de su carrera aparecen los influjos de Rubens y Jordaens, pero ya revela una firmeza de estilo y una tentación vitalista que le lleva, con una beca conseguida en Inglaterra, a la Italia que quiere recuperar el rumbo e influencia que derrochó en el Renacimiento. En su primer viaje, en 1620, quedó fascinado por el colorido de Tiziano y sus colegas de Venecia, que animaron su paleta y la despojaron de la gravedad cromática de los Países Bajos. En el periodo acotado y rastreado en profundidad por los comisarios Alejandro Vergara, español Friso Lammertse, holandés, se inscriben ciento sesenta obras, en su mayoría de mediano formato y retratos pero, también composiciones ambiciosas que, en unos casos, se acercan a las idealizaciones rubenianas y, en otros, se distancian absolutamente a partir de un naturalismo sintetizado por un talento, una elegancia fresca y relajada y unas portentosas cualidades técnicas que, pese a su juventud, le colocaron entre los genios de la plástica universal. Aceptó trabajos sobre asuntos mitológicos y religiosos en los que acreditó su competencia y ambición con brillantes innovaciones conceptuales y técnicas que dieron una inusitada intensidad a estas telas.

Retratista de figuras estilizadas y expresiones severas ejerció una notable influencia en toda Europa y ejerció como pintor de corte en Amberes y en Londres, donde el desgraciado Carlos I Estuardo le favoreció con sus bien remunerados encargos y su incondicional protección. Tras la revolución y la muerte del monarca, su colección de arte se dispersó; Felipe IV, que le encargó sin éxito la continuación de la serie épica que Rubens realizó para el palacio del Buen Retiro, adquirió más de veinte obras que hoy se conservan en la pinacoteca madrileña.