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Joseph Ratzinger – Por Luis Ortega

   

El núcleo duro de la curia se le acumulan las sorpresas y, por ende, las digestiones pesadas en este 2013, que, aún sin concilio, ha supuesto una refrescante actualización, un fluido aggiornamento demandado por amplios sectores de fieles y por la vanguardia de la iglesia militante. Este nuevo clima fue facilitado por la personalidad incuestionable del primer pontífice dimisionario -ayer Joseph Aloisius Ratzinger cumplió ochenta y seis años y corren rumores sobre su precaria salud- y del primer papa jesuita, o americano del sur, que eligió como nombre el del Poverello de Asís, que, al tiempo que intelectuales y artistas abrían el Renacimiento, colocó al hombre, en su desamparo y pobreza, en el centro de la creación. Un colega que conoce mis debilidades plásticas me envió de Italia una fotografía tan oportuna como simbólica; rezan a la par José y Jorge; el primero con un anorak blanco que choca con las estampas de su reciente y aparatoso vestuario; el segundo, con blanca sotana y esclavina, prendas salidas de unas horas en las que la austeridad exige testimonio y cercanía.

Desde su elección el 13 de marzo, el nuevo obispo de Roma no ha dejado a nadie sin su dosis de asombro y de curiosidad. Como era preceptivo, recibió sus raciones de cainismo nacional a cuenta de supuestas connivencias con la dictadura de Videla y se difundieron, incluso, fotos trucadas donde parecía dar la comunión al golpista. Desde la Ciudad Eterna y las bullentes, y ahora desconcertadas, oficinas vaticanas salieron comentarios interesados que lo vestían como un conservador recalcitrante o como un reformista dado a la improvisación. El calado y el rumbo de sus palabras, el valor y la calidad de sus gestos y la naturalidad de su comunicación desmontaron los prejuicios que siguieron al sopetón que le colocó al frente de una comunidad en horas difíciles. La historia, cuyos veredictos son generalmente tardíos, hará justicia a la valentía y honestidad de estos dos hombres; al octogenario Benedicto por asumir, con admirable temple, la decisión de dar paso a alguien capaz de nadar a contracorriente para devolver el crédito y la fortaleza a la institución bimilenaria; y a Francisco por establecer, como el frailecito que revolucionó la Umbría a comienzos del siglo XIII, las prioridades de Dios con las criaturas más necesitadas de su aliento, tutela y misericordia. La fotografía, ahora impresa y apoyada en una pila de libros, marca a través de las espaldas de dos hombres mayores la entrada de un nuevo siglo y milenio, con 13 años de retraso, pero con promisorias señas de esperanza e imprescindibles llamadas a la solidaridad.