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Qué es y qué fue un arquitecto – Por Pedro Domínguez Anadón

   

Si tuviéramos que explicárselo a un adolescente, que busca encuadre en la sociedad, le diríamos que es alguien que establece una relación especial y generalmente prologada en el tiempo, con su cliente, incidiendo no solo en su economía, sino también, y sobre todo, en el desarrollo de su vida posterior.

Es decir, que un arquitecto viene a ser como un amante circunstancial, alguien al que se le entrega el corazón y el alma para que los administre durante una temporada: está en el arte y en el oficio del arquitecto el que de esa relación surja una maravilla o un engendro.

El marco en el que se desarrollaban estas esporádicas relaciones era la sociedad, y físicamente se concentraban en las instituciones así como en los entornos privados de reunión. El arquitecto, además de tener arte y oficio, debía tener cultura de todo tipo, dotes de mando y capacidad de organización; sería entonces lo más parecido a un director de orquesta, no solamente tendría que dirigir un pequeño ejército sino que también tendría la responsabilidad de hacerlo sonar bien.

Un arquitecto sabe de geometría y conoce, por tanto, que un plano pasa por tres puntos; si fallara uno solo de esos puntos el plano dejaría de existir. Pues bien, esto es en gran parte lo que ha sucedido: el plano en el que se sustentaba su actividad se componía de: su arte, su oficio y sus clientes y esta última pata de la mesa ha fallado y, como en un cataclismo, todo ha rodado al suelo y con ello no solo se ha arrasado con la existencia de una profesión que se remonta a los orígenes de la humanidad, o como mejor dice un amigo poeta: una profesión tan necesaria y de reconocida utilidad, sino que ha traído consigo la ruina para otros muchos sectores que se descolgaban de su actividad.

No solamente se ha cerrado el 95% de los llamados despachos de arquitectura, sino que también se han visto afectadas otras profesiones y oficios colaboradores como: ingenieros industriales, de caminos e hidráulicos, agrónomos, calculistas, aparejadores, topógrafos, delineantes, artistas, biólogos, geógrafos, matemáticos, maquetistas, creadores de modelos, publicistas, suministradores de materiales, albañiles, fontaneros, electricistas, yesistas, carpinteros, metalistas, fundiciones, reprógrafos, fabricantes de software, fabricantes de mobiliario, viveristas etc… Todos ellos han desaparecido o reducido su actividad al mínimo tras nuestra debacle después de que el plano se desequilibrara. ¿Dónde? ¿Dónde están los clientes? ¿Debajo de las piedras? ¿Detrás de los mercados? ¿Escondidos detrás del gobierno? ¿Volaron como los presupuestos de las instituciones?

Trato de buscar en la naturaleza una imagen semejante a esta especie de extinción y lo más cercano que encuentro es cuando se describe la desaparición de un ecosistema y sus nefastas incidencias a nivel global, y en tal caso, ya se sabe cuáles son las consecuencias de la extensión de un contagio de este calibre. Existe un cierto pudor entre mis colegas que les induce a silenciar este estigma, es como el aristócrata que lleva su ruina con resignación, pero son tiempos de cambios profundos frente a los cuales no vale ya exhibir los antiguos modelos. Así que más nos vale reinventarnos y aprender a encarar los nuevos retos, no solamente los que hemos tenido la suerte de ejercer con dignidad esta bellísima profesión, sino también la joven legión de nuevos grados que miran con desconsuelo cómo se han esfumado sus ilusiones.

Todos tenemos ahora la obligación moral de alzar la voz, de plantear la exigencia y de dar soluciones a la extinción en masa de esta profesión.

Un buen paso adelante sería aprovechar este tiempo muerto, nunca mejor dicho, para afianzar la pata correspondiente al oficio y ponernos en consonancia con la especialización que de todas maneras y a pesar del parón estamos, si somos profesionales, obligados a mejorar.

Si evoco ahora las palabras de José Agustín Goytisolo en su poema Manifiesto del diablo sobre la arquitectura y el urbanismo: “Pienso en las ramas que emergerían de mí si fuera un cerezo…, no puedo evitar un estremecimiento”.