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EN LA FRONTERA >

La corrupción – Por Jaime Rodríguez-Arana

   

De nuevo el CIS pone en el candelero la corrupción. Sigue siendo, a juicio del CIS, el segundo problema que perciben los españoles, por supuesto tras el desempleo, esa lacra que afecta a varios millones de familias. Ahora la preocupación ciudadana por la corrupción dominante escala nada menos que 30 puntos en relación con 2011. En efecto, durante el mes de julio la ciudadanía se muestra preocupada por un fenómeno tan antiguo como el ser humano que en este tiempo ha crecido exponencialmente. La proliferación de casos de corrupción a lo largo y ancho de la geografía nacional debiera disparar las alarmas en los cuarteles generales de los partidos políticos, pero para ello sería necesaria la salida de muchos representantes de una vieja política que ha crecido y se ha alimentado en el proceloso mundo de la corrupción. Mientras, la ciudadanía, entre resignada y enfadada, apunta a los partidos como las instituciones más desprestigiadas de la vida democrática española, tal y como mes a mes registran las encuestas desde hace varios años. La corrupción es consecuencia de la forma de selección de los cargos públicos, de la amplia discrecionalidad para adjudicar contratos públicos, de la manera en que se componen las listas electorales o, si se quiere, de los criterios exigidos para integrar los cuadros directivos de las juventudes de las formaciones partidarias. Mientras se designen los cargos por afinidad personal o se confeccionen las listas para consolidar poderes personales, la corrupción seguirá campando a sus anchas. Es lógico.

En este sentido, aunque se quiera ocultar, la realidad acredita que el panorama político español está, a día de hoy, sumido en una profunda degradación que empieza a hastiar a no pocos ciudadanos que ven cómo en plena crisis económica, unos desalmados se han dedicado a engrosar sus cuentas corrientes con la compra y venta de información privilegiada, con el tráfico de influencias o, más descaradamente, con sobornos, complementos, dádivas y otras “lindezas”.

Así las cosas, bien está que los partidos pretendan revisar sus “códigos éticos” para endurecerlos y presentarse ante los ciudadanos como instituciones regeneradas. La cuestión, sin embargo, no depende exclusivamente de normas o códigos. Claro que son bien importantes. Por supuesto. El problema es que junto a normas y a códigos, es menester que de verdad se renueven los compromisos democráticos de quienes nos representan en los diversos poderes del Estado y que los políticos se dediquen al bien público, a la mejora de las condiciones de vida de la gente. No a la búsqueda del poder por el poder, a laminar al adversario o a incrementar la cuenta corriente, algo que, por lo que se observa a diario, está a la orden del día. Desde luego, no es sencillo transformar el panorama político español. No se hará de la noche a la mañana porque se sabe que la corrupción ha crecido exponencialmente y que no se puede extirpar de un plumazo. Más bien, de lo que se trata es de reconocer ante la ciudadanía que las cosas se han hecho mal. Que no pocos se han aprovechado de su posición política. Que es menester evitar que el personal se perpetúe en los cargos. Que hay que dar entrada en las formaciones políticas a personas que puedan aportar experiencia y eficacia en la gestión en lugar de permitir el acceso a quienes vienen a beneficiarse personal y patrimonialmente de su condición de representantes del pueblo. La ejemplaridad, decía Hume, es escuela de humanidad. Si los que mandan de verdad estuvieran dispuestos a comprometerse en la regeneración que precisa nuestra democracia, las cosas empezarían a cambiar. Buena cosa sería que los políticos bajaran más a ras de tierra, que se acercaran más a convivir con quienes de verdad sufren y están excluidos de este sistema. Cuando los políticos se ocupan en serio de los asuntos del interés general, entonces ordinariamente no hay tiempo para cosas distintas que trabajar de sol a sol por la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos. En cambio, cuando el fin de la actividad política consiste en el cálculo y en la astucia para permanecer como sea en la cúpula, entonces la corrupción, de una y otra forma, con más o menos intensidad, está servida.

La lucha contra la corrupción no es solo cosa de normas jurídicas y códigos. También, y sobre todo, es cuestión de compromiso con la ciudadanía, con la promoción de los derechos y del desarrollo de la libertad solidaria de las personas. Casi nada.

*CATEDRÁTICO DE DERECHO ADMINISTRATIVO / jra@udc.es