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Homenaje a Charlot – Por Fátima Hernández

Al instante lo reconocí. Fue el día de agosto que llegué a Waterville, una hermosa localidad costera, un pueblo irlandés batido por intenso oleaje que arrastra vehemente algas pardas plenas de yodo marino, aturdiendo el ambiente, en especial de la vereda colindante al litoral. Cuando pasó a mi lado me quedé mirándolo. No hablamos, no hizo falta. Tímidamente se quitó el sombrero y, con gesto amable, sonrió de manera grácil y me ofreció una delicada flor que le había visto recoger -previamente- en el camino y llevaba prendida en la solapa de su desvencijado traje. Aquel ser me fascinó. Le sonreí con dulzura y sin mediar palabra pasó de largo, alejándose con su andar peculiar, nervioso y vivaracho al tiempo. No volví a verlo hasta un tiempo después, en el curso de las fiestas entrañables que Santa Cruz, la ciudad amable y abierta, suele celebrar cada año por lo general en febrero, unos festejos alegres, muy coloristas. Fue entonces cuando en mi mente volvió a dibujarse aquel personaje que tanto me había interesado tiempo atrás. ¿Qué fue lo que me atrajo de él de una manera tan intensa? Pensé intrigada. Deduje que quizás representaba algo sin saberlo, algo que todos anhelábamos, casi un modelo de ser extraordinario… siempre tan gentil, muy silente, ampliamente paciente, grácil, educado, extremadamente respetuoso y eternamente enamorado…la esencia del encanto.

Me contaron que durante mucho tiempo no le volvieron a ver en Waterville, dicen que se prendó de una isla en medio del océano y que allá marchó, sin dilación, sin marcha atrás, y que ese lugar generoso y reverente, en agradecimiento, lo acogió de una manera tan intensa, tan entrañable, que él, permanentemente leal, ya no quiso abandonarlo nunca. Pero hoy -extrañamente- la Isla se ha levantado triste, ha amanecido llorosa y amarga; cuentan que el alisio no sopla, los árboles no se mecen al ritmo de una deliciosa banda sonora llamada Candilejas, ni siquiera las calles ríen, silenciosas y aturdidas, porque una noticia ha desgarrado sus corazones, sus avenidas, sus alamedas o sus esquinas… Y es que él se ha marchado, quizás a Waterville de nuevo, puede que haya regresado a su playa, que haya retornado al camino, su vereda… Comentan algunos que cada tarde le han visto pasear, con andar presuroso, gesto risueño… Y de manera pudorosa, al advertir a los viandantes, se aleja con su silueta difuminándose hacia el horizonte.

Aseguran que lleva los bolsillos llenos de flores diminutas, sencillas, hermosas; flores que los isleños le hemos ofrecido siempre desde lo más profundo de nuestros corazones y que él gustaba comerse a hurtadillas, a escondidas, como el niño travieso y amable que siempre fue, sin saberlo, el niño que como él nos enseñó deberíamos haber sido en algún momento de nuestra vida. Hablan que recorre el largo sendero colindante con el mar, gris y extraño, buscando una caracola o un guijarro humilde y solitario que siempre está dispuesto a ofrecer a los chicharreros y nosotros, claro está, siempre estamos deseosos… de aceptarlo.
Descanse en paz, maestro don Pedro Gómez Cuenca (el Charlot de Tenerife).

FÁTIMA HERNÁNDEZ ES SECRETARIA DE TUSANTACRUZ