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Venezuela, más «chévere» con leche – Por Víctor Álamo de la Rosa

Mejor decirlo de entrada, para no andarme con rodeos vacuos: después de 10 días en Venezuela puedo confesarles que el bonito país, esa bella octava isla para los canarios, está jodido, torcido y a la deriva. Es la verdad. No permitan que les cuenten milongas o excusas de carácter político, porque un país donde no te puedes tomar un café con leche (porque no hay leche) o donde falta papel y pasta dentífrica, por poner un par de ejemplos claros, es un país que no funciona y un gobierno (me dan igual colores e ideologías, izquierda o derecha, dentro o fuera, blanco o negro) que debería avergonzarse, agachar la cabeza, y largarse con la cola entre las piernas.

Venezuela está sufriendo una extraña cubanización que se nota en el desabastecimiento generalizado. Salvo la gasolina, claro, que es más barata que el agua embotellada, falta de todo, en particular productos básicos de higiene personal, medicinas, compresas, leche, papel, pero también coches (debe ser el único país del mundo donde los coches de segunda mano pueden salir más caros que los nuevos simplemente porque falla la oferta). Por eso esas estampas, antes asociadas solamente a Cuba, ya son habituales en Venezuela: coches circulando que van cayéndose a pedazos y tres subidos en la misma motocicleta de fabricación china, ruinosa y mejor sin casco, acaso para ver con nitidez la brutal iconografía del régimen chavista, porque cuando no es Hugo redivivo es Nicolás inmaduro quienes te vigilan y airean soflamas revolucionarias con olor a siglo XIX desde pósters o pintadas en la calle. Las propias librerías, sobre todo aquellas que ya son parte del Estado, caso de las Librerías del Sur, en Caracas, antes bastiones de Monte Ávila Editores Latinoamericana, una de las mejores editoriales que han existido en Latinoamérica, ahora venden merchandaising castrista, pins para ojales e imanes para neveras con la bandera cubana o la efigie barbuda de Fidel. Y, repito, todo esto hasta sería admisible y pintoresco si no fuera porque vamos a la farmacia o al supermercado y las repisas desconsoladas nos devuelven la imagen de un país en el que falta de casi todo, porque el combustible, que yo sepa, no se come ni sirve para blanquear los dientes o limpiarse el culo, que, oiga usted, cagar se caga en todos lados. Y, disculpen el tono escatológico, pero cagados de miedo viven los venezolanos y sobreviven los turistas y visitantes, porque la delincuencia campa a sus anchas hasta tal punto que te aconsejan no sacar el teléfono móvil, no andar solo, no coger taxis que no sean oficiales, no mostrar tu dinero cuando pagas, no ir a determinadas zonas de las ciudades, etcétera, etcétera, y así no se puede. Claro que no.

Salir del país, simplemente, se vive con pánico, primero porque hay que ir al aeropuerto seis horas antes del vuelo y entrar en la lotería peligrosa de los registros policiales (ahí, mejor ir ya confesados, porque puede pasar de todo, incluido el hecho de deshojar o romper libros por si llevas droga). Todo demasiado incómodo, todo demasiado injusto para un pueblo afable y cariñoso y con vocación para la felicidad que no se merece vivir tan desoladoramente en un país tan rico en recursos naturales preciosos. Hasta para salir del país al extranjero hay que pedir permiso y esperar a que te concedan los dólares o euros necesarios (los llaman dólares cavidi, los que te concede el Gobierno si le place, y, a la vuelta, explicar pormenorizadamente en qué te los has gastado). Está claro que el chavismo no es el culpable de todos los males del país, que ya venía arrastrándose lastimoso desde antes de la irrupción del iluminado del pajarito, pero mi estancia en Venezuela también me ha demostrado que así las cosas tampoco funcionan y que la presunta revolución bolivariana no puede resumirse en una especie de igualamiento por la pobreza, digamos un simple vamos a generalizar pero por debajo en vez de por encima.

El contraste

Estuve en Valencia y Caracas, además de en Morrocoy, con ocasión de celebraciones en torno al libro. En Valencia, la Universidad de Carabobo organiza una feria internacional del libro (FILUC) realmente interesante, y eso a pesar de que por falta de infraestructuras adecuadas en la ciudad la montan en los aparcamientos de un gran centro comercial. Decenas de actos literarios diarios, presentaciones de libros y talleres, una docena de invitados extranjeros (en esta ocasión el país invitado fue España) pululando por la feria y una organización y atención en verdad profesionales dan fe del entusiasmo de un pueblo que demanda cultura y que lo demuestra con cifras: durante la semana de la feria casi trescientas mil personas la visitaron y participaron en alguna de sus actividades. No hubo temática o mesa redonda o taller que no interesara al respetable. Al contrario, una vez acabadas las actividades, las personas te buscaban por la feria para pedirte más, para que les aconsejaras lecturas, para preguntarte dudas o curiosidades, para que les firmaras libros o papelitos que después pegar al libro real que iba a traerles tal o cual amigo o familiar de España. Así da gusto. Como dar de beber al sediento, solo que en vez de agua ofrecíamos cultura, literatura, pasión por leer y escribir. En este sentido, mi experiencia venezolana fue inolvidable, nada que ver con esa a menudo cansada actitud europea de resignación o desinterés o desgana. En la FILUC, dirigida por Rosa María Tovar (aunque en ella colabora todo el profesorado y estudiantado de una u otra manera), hablé de mi última novela, Isla nada, que acaba de salir en Tropo, pero también de El año de la seca, la novela que me prologó Saramago y que vio por primera vez la luz en español gracias al gran Eugenio Montejo, uno de los mayores poetas venezolanos, que fue quien en su momento indicó que esa novelita mía debía publicarse en la gran editorial venezolana.

Y dicté un taller titulado Cómo escribir literatura pero también, junto al escritor venezolano residente en Madrid Juan Carlos Chirinos, hablé de la tradición literaria canaria y de nuestros grandes nombres, insistiéndoles en que en Canarias había vida antes y después del gran Benito Pérez Galdós. La mayoría de los asistentes se quejaron del desconocimiento en torno a nuestras letras insulares y no se explicaban, por ejemplo, cómo no estaban poderosamente asentados en el canon español escritores tan emblemáticos y originales como Rafael Arozarena o Agustín Espinosa. Recité poemas de José María Millares Sall, Luis Feria y Manuel Padorno, y en estos casos se produce una emoción tan auténtica que el público se pone a aplaudir, entusiasmado, porque la palabra poética sigue siendo allí una celebración. De veras, uno vuelve revitalizado, porque cuando en Europa a menudo nos vemos envueltos en debates fatuos en torno al libro y la literatura, allí uno vive la inmensa alegría de comprobar que un libro es un tesoro de valor incalculable (a veces literalmente, porque los libros importados alcanzan precios en verdad imposibles para el paupérrimo bolívar, sobre todo si es oficial). Otro dato para la guasa, si no fuera porque machaca a los venezolanos, es el cambio oficial (algo imposible, pues un euro serían cinco bolívares) cuando la realidad del mercado negro es la que se impone y, además, es la verosímil (un euro son 55-60 bolívares).

Relación con Canarias

Venezuela tiene una literatura espléndida, todavía poco conocida en España, pero que va abriéndose paso, imponiendo sus calidades. En Valencia pudimos compartir conversaciones y cervezas con escritores como Ednodio Quintero, Antonio López Ortega, Sonia Chocrón, Carlos Sandoval, Néstor Mendoza o Diómedes Cordero, y en Caracas estuvo el gran José Balza, porque, déjenme apuntarlo aquí, cuando acabamos en Valencia nos fuimos a Caracas para participar en el ciclo literario Atlántida, coordinado por Antonio López Ortega en colaboración con la embajada española, un acto en el que estuvo el poeta herreño Armando Hernández Quintero y un poeta venezolano extraordinario, con sus orígenes en Icod de los Vinos, llamado Antonio Trujillo. Y en la embajada española en Caracas, no podía ser de otra manera, nos esperaba Moisés Morera, el consejero cultural, palmero de la isla de La Palma, para más señas, un fuera de serie que la semana antes de mi llegada había logrado llevar de gira al país del petróleo y de las misses nada más y nada menos que a esa multitud emblemática que son Los Sabandeños. Me pasé gran parte de mi gira venezolana recibiendo recados y felicitaciones para Elfidio Alonso y Benito Cabrera, siempre con ese orgullito de patria chica agazapado en el corazón.

Mi último día en Caracas lo dediqué a estar con mi familia, timoneados por mi primo Antonio Álamo Lima, y nos aupamos al teleférico que sube miles de metros hasta llegar a la cima del cerro del Ávila, la montaña que circunda airada esa urbe caótica que es Caracas, para, después del susto del vértigo, descender y almorzar en el restaurante Rancho Tranquilino, uno de los más antiguos de Caracas, gobernado con amorosa mano culinaria por Antonia Díaz, oriunda del pueblo tinerfeño de Buenavista, que no paró de sacarnos manjares salidos de su cocina para dejarnos claro que si se iba a la capital venezolana había que salir de su local con un vientre tan rebosado que haría sonrojar a Panza, Sancho Panza.

Dicen que la felicidad se hace de pequeñas cosas, pequeños gestos, traviesas miradas, insignificancias cariñosas. Que la felicidad está en el vuelo de un detalle chévere y de una gesta simple. Así es Venezuela, caja de sorpresas y sustos, manglar y música turquesa, mato frondoverde y perdición bella, y, si no fuera por los que ahora sobran, perfecto mapa del paraíso.