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Diálogo – Por Alfonso González Jerez

Sostiene Paulino Rivero -con una contumacia menos divertida que la de Pereira- que siempre ha insistido en dialogar con el Gobierno central y han sido Mariano Rajoy y sus ministros los que se han negado a tan salutífera práctica. Y subraya que diálogo no quiere decir, en ningún caso, sumisión. Lo que ocurre, sin embargo, es que el presidente canario no termina de entender la distancia que existe entre la voluntad de diálogo y una retórica básicamente redentorista que no tiene ningún aval en su acción política cotidiana. El término sumisión, por ejemplo. Desde un punto de vista político y jurídico una comunidad autónoma puede estar muy disconforme con las políticas que se aplican desde el Gobierno central y expresarlo con hechos y con palabras hasta cierto margen operativo, pero en ningún caso puede denunciar una actitud que, desde Madrid, busque la sumisión. La sumisión o insumisión no cabe en el marco político-jurídico actual: son vocablos que intentan trasmitir emotividad, pero que no describen realidades fácticas. Para entenderlo bien, el mayor impacto en la gestión de las comunidades autónomas lo ha provocado los objetivos presupuestarios y de consolidación fiscal impuestos desde el Gobierno español, que a su vez derivan de los compromisos adquiridos con Bruselas. Pues bien, ni a Rivero, ni a Mas, ni a Urkullu se les ha ocurrido jamás hablar a este respecto de una intolerable sumisión. Francamente (cada vez más francamente) el Gobierno de Mariano Rajoy ha demostrado una nula proclividad al diálogo y al consenso. Encastillado en su mayoría absoluta en las Cortes, Rajoy y compañía imponen al país una agenda política que muy a menudo nada tiene que ver con su programa electoral y que se dirige a la transformación del Estado de Bienestar a un Estado precariamente asistencial, a la construcción de un nuevo y a la vez casposo autoritarismo, a la supervivencia de un capitalismo de amiguetes a costa de un desempleo cronificado y el empobrecimiento de las clases medias españolas. Pero paulatinamente (cada vez más paulatinamente) Rivero, a lo largo de sus más de seis años de mandato, se ha enclaustrado en una presidencia que, desde el primer momento, consideró el diálogo en Canarias (con otras fuerzas políticas, con las organizaciones empresariales, con las fuerzas sindicales, con las universidades o los colegios profesionales) como una seña de debilidad o un ringorrango protocolario que se resuelve en hermosas fotonoticias. El diálogo que tan emperretadamente persigue Rivero con el Gobierno central es el que no practica jamás en Canarias.