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Luis Cobiella – Por Luis Ortega

   

Hoy cumplió ochenta y nueve años con sus virtudes y la memoria de cuantos le queremos intactas. En la primavera niña, antes o después, según me cogiera la ola, le felicitaba y agradecía su lealtad y ánimo para las causas perdidas -horas ganadas, “horas llenas”, como las llamaba- y renovábamos proyectos, ensoñados o posibles. Ahora cumplo el rito con Concha y altero a la familia en pos de sorpresas ocultas que los seres singulares dejan entre ámbitos y enseres cotidianos en la confianza de que, por azar o milagro, sus próximos las hagamos tan viables como salieron de su sensibilidad y talento. Fuera de innegables carencias, la edad nos regala con esperanzas -o pretextos, como me dijo Rafa Arozarena- para creer que la eternidad es un don a nuestro alcance, sean cuales sean nuestras condiciones, méritos y defectos. Esa hipótesis casa con una afirmación de mi maestro que recordé en su temporal despedida: “Dios es más bueno que justo”; frase escandalosa para tomistas y torpes de la época oscura que, sin recato, dictaban normas generales para ese asunto tan personal que es la fe. Creo en la suprema bondad, que nos permite, pese a nuestros límites, hacer cosas que van más allá de nuestros intereses, ver y tocar al prójimo, valorar las libertades, derechos y buenas intenciones por encima de la autoridad, ya sea civil, ya espiritual, circunstancia que, en ambos casos, se demuestra con los actos. Por esos motivos y por las recomendaciones del Nazareno que, cuando habitó entre nosotros, pidió que le buscáramos y halláramos en los demás, hablo de Luis en tiempo presente y, sin esfuerzo, rindo cuentas de mis actos a los seres queridos a los que nada puedo ocultar. De regreso de un viaje americano, le conté que su cumpleaños coincidía con la fiesta de San Toribio de Mogrovejo, arzobispo de Lima y, tan sabio como piadoso, de las liturgias y tradiciones que lo rodean y de la silla que ocupó en el coro catedralicio y que, según los peruanos, garantiza la fecundidad a las mujeres que, respetuosamente, acaricien sus tallados brazos, o libres de la vigilancia de los sacristanes, se sienten en ella. A cambio de mi historia, me resumió con su magia comunicadora una historia del cine dentro del cine que, durante un cuarto de siglo, figuró entre numerosas claves de identidad. Me descubrió Cinema Paradiso (1988), de Giuseppe Tornatore y su mágica banda sonora cinematográfica del gran Ennio Morricone que, pese al cansancio del regreso trasatlántico, disfruté enseguida. Seguro que a esta hora, con su eterna curiosidad infantil, gozará con las confidencias del santo protector de la infancia y de la magia de los cuentos hermosos, porque ambos -bondad e imaginación- son carne de eternidad.