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Quique Armas – Por Luis Ortega

   

Con las excepciones que justifican la regla y mantienen la esperanza, el diseño tiene claros sus objetivos -crear composiciones visuales con el uso de conocimientos compartidos-, pero no encuentra el reconocimiento de su papel en la formación del imaginario colectivo del siglo XXI; asume el reto de afrontar la complejidad de la cultura contemporánea pero apenas se valora su esfuerzo para salir de la reducción industrial y del destino de masas al que le condenaron los modernos inquisidores. Poco dado a las quejas y firme en sus convicciones, el tinerfeño Quique Armas, de vuelta de un exigente programa formativo y de una amplia experiencia profesional en sectores y actividades de gran proyección y potencial económico, se empeña en demostrar que su labor -como cualquier acto espiritual -implica sensibilidad social y política, sentido estético e imaginación. Y, además, frente a la sólida uniformidad del mensaje que rompe fronteras físicas e ideológicas, propone, porque existe, un camino interesante, de menos recorrido pero no de menor interés, una vía para acercar las realidades próximas a través de un lenguaje plástico que, con recursos industriales, no traicione ni enmascare el origen del producto; porque partir de la nada del lienzo en blanco y de una circunstancia concreta es la única diferencia real entre el arte y el diseño; el pintor descubre la fauna marina; el diseñador articula una animalia propia y elegida. Lo que une a los pintores y diseñadores es el resultado; lo que los separa, es el punto de partida; los primeros arrancan con una impresión, un sentimiento; los otros, con un concepto, con una idea cerrada que, sin negar el azar, tiene su propio itinerario.

El viejo debate tiene una interesante y atractiva demostración en las telas que Armas cuelga en Arte Galería, en la mimada elección de las estructuras con las que se articulan sus aves y en la entrañable redondez de sus ballenas azules, en las siluetas compuestas a partir de la simetría de los chorros de pintura y en la fragmentación estructural y cromática de sus tablas de surf.
En la inclemente sociedad de la información y la comunicación, con la fugacidad y la ruina de los ismos y la ortodoxia, desgañitada y desarticulada por los suelos, el diseño espera -igual que le ocurrió a la fotografía- su entrada en los museos y al arte -aunque sean menores y más selectos sus destinatarios- le compete también crear una visualidad autónoma para una centuria que, en su tenebroso arranque, no tiene calificativo.