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El fenómeno religioso – Por Leopoldo Fernández

   

Desde diferentes instancias políticas y sociales he escuchado estos días algunas afirmaciones en las que con cierta ligereza se descalifican determinadas actividades religiosas propias de la Semana Santa -como es el caso de las procesiones- y la presencia misma de distintas autoridades canarias en Roma, con motivo de la canonización del lagunero padre José de Anchieta. Aunque por adelantado confieso mi catolicismo practicante, creo que no es bueno contemplar el fenómeno religioso desde la esfera del laicismo desmedido, la radicalidad y la exclusión. La religión es -debe ser- un asunto estrictamente privado, pero aun así no por ello algunas de sus manifestaciones externas dejan de tener importancia bajo el punto de vista público. Sobre todo cuando desde hace siglos existen tradiciones, movimientos y costumbres muy arraigadas en la sociedad y compartidas por la mayor parte de la ciudadanía.

Tan es así que estas actividades desbordan el estricto marco religioso para convertirse, por su trascendencia e implantación en la comunidad, en fenómenos culturales, artísticos, turísticos o de otra índole. En este contexto, parece lógico que la autoridad competente facilite, más aún al amparo de los acuerdos concordatarios existentes entre España y la Santa Sede, el desarrollo de algunos actos religiosos en la vía pública, con lo que a su vez se permite el mejor cumplimiento de la libertad religiosa, constitucionalmente protegida. Como es natural, esto no impide la legítima autonomía de los individuos, a los que nadie coacciona en sus creencias o sentimientos, ni tampoco la obligada neutralidad del Estado. Desde una perspectiva transversal, ni los laicismos desmedidos, ni las secularizaciones a ultranza deben ser la pauta exclusiva de funcionamiento público cuando la propia sociedad se muestra en gran medida abiertamente partidaria de la continuidad de unas prácticas ancestrales que forman parte del patrimonio colectivo, por encima de respetables sentimientos personales. En este contexto, la presencia en Roma de varias delegaciones oficiales isleñas simboliza la participación de los poderes públicos -que en democracia, conviene no olvidarlo, a todos nos representan- en la alegría del pueblo canario por la elevación a los altares, y su consiguiente exaltación como ejemplo de vida y dechado de virtudes, de un conciudadano universal, considerado santo en Brasil desde hace cientos de años. Lo anormal sería que Canarias -y sus autoridades más representativas- hubiera estado ausente de una celebración que, aunque esencialmente religiosa, tiene también una proyección civil y una vertiente de confraternización que va más allá del fervor y la creencia.