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Hay días en que… – Por Román Delgado

   

Lo mejor es no salir de la cueva, del tubo volcánico fruto de una erupción reciente, efusiva y explosiva, en el que, por cierto, uno se encuentra en la misma gloria: fresquito pero sin frío; oculto, que no escondido, y sin tele ni radio ni señal alguna de tan efermiza civilización. Sólo y sin peligro alrededor. ¡Conseguido! Hay días en que uno…, como fue el de ayer, sólo piensa en las vacaciones estivales, pese a que haya salido hace nada, días y pocas horas, de las jornadas de barriga al aire de Semana Santa, que cada uno la aprovecha como mejor le venga en gana. Hay días y días, noches y noches, y estrellas y estrellas, igual que jaleos gordos y jaleos flacos, aunque ambos jaleos; e igual que los hay, ellos y ellas, más o menos imbéciles, aunque, como bien decía y dice mi recordado amigo Carlos, siempre uno halla, y no se sabe muy bien por qué (¿quizás efecto imán?), al personaje estándar de lo imbécil. Como también defendía Carlos, y vuelve a ser el mismo Carlos, los hay (siempre asoma uno de dentro del mogollón) que son la misma medida de lo imbécil o, por acudir a palabras antes oídas (y cito a aquel mismo Carlos, que, como observan, no dejo de beber de su filosofía ingerida en la calle, la esquina o ante una cuarta de vino en cuevas -las otras- de chochos y moscas), que pueden ser más o menos gilipollas que tal Fulano, el que representa la medida idónea de la gilipollez. Tal cual…

Esto, el fluido verbal que aquí derramo, tiene que ver, y retorno a las primeras líneas de esta columna, con que he tenido un mal día, un muy mal día… Un mal día que además ha coincidido con la celebración anual de la existencia del libro, convocatoria que, por lo visto hasta primeras horas de la tarde de ayer, me ha terminado de hundir. Y usted se preguntará: “¿Pero este personaje no es el mismo que estaba antes en la cueva y malditas las ganas que tenía de salir de ella, del tubo volcánico?”. El mismo. Yo soy aquél, que no ella (y esto por evitar a la folclórica), y me he echado fuera porque temí que la cueva se obstruyera por las hojas de libros cargados de poemas, cuentos y relatos, más cortos y más largos; y de novelas medianas y ligeras, hondas y livianas, más llanas y más accidentadas, menos clásicas y más atrevidas… Pensé por un momento, el de la agonía clímax que me condujo de dentro hacia fuera del tubo, que los libros, con todas sus hojas impresas de historias que otros antes vomitaron, me iban a escachar, a destriparme en la cueva de volcanismo reciente con capacidad para albergar una única alma. Esa mañana del Día del Libro me agarré tal susto en la cueva que salí por patas, corriendo sin parar, sin mirar hacia detrás. ¡Qué agobio! Vaya sensación de que me comían los libros, sus hojas y cubiertas. Recuperado del sobresalto, tardé nada en releer el mismo cuento, tan piroclástico y basáltico; en fin, inofensivo. Como el mismo…, aquel…, el tal Carlos.

@gromandelgadog