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AVISOS POLÍTICOS>

Inventar la historia – Por Juan Hernández Bravo de Laguna

   

Hace muchos años, unos meses antes de aprobarse la Constitución, tuve ocasión de asistir a un congreso académico en la Universidad de Valencia. Y allí, más allá de las ponencias y las comunicaciones, aprendí -se me reveló- un componente fundamental del nacionalismo. Se debatía la descentralización política del Estado, que se estaba configurando en los trabajos constituyentes, y, en particular, la autonomía valenciana, sobre la que no parecía existir ninguna duda. Sin embargo, ya desde las primeras discusiones, experimenté la enorme sorpresa de comprobar que los profesores y congresistas valencianos se enfrentaban virulentamente entre sí no por problemas científicos o técnicos, sino por una cuestión previa y básica: la propia denominación de la futura Comunidad Autónoma.

Uno de los bandos proponía el nombre de Reino de Valencia, que responde fehacientemente a la historia de la región, porque si Valencia ha sido algo individualizado en su pasado histórico lo ha sido como reino con personalidad independiente y propia dentro de la Corona de Aragón, una corona que, a diferencia de Castilla, estaba descentralizada en unidades políticas, que la constituían. El título, además, es uno de los títulos tradicionales asociados a la Corona española. A mí la propuesta me resultaba suficientemente motivada e irrefutable.

Pues bien, el otro bando, por el contrario, la consideraba inaceptable y proponía como alternativa el nombre de País Valenciano, una denominación novedosa -inventada- y exótica cuyo fundamento no entendí en un primer momento. No lo entendí hasta que caí en la cuenta de que se trataba de un bando de nacionalistas catalanes, que defendía la unión de Valencia y Baleares con Cataluña en los que llamaban los Países Catalanes. Es una idea que ha perdido fuerza por la oposición mayoritaria de valencianos y baleares a la absorción catalana, pero que entonces gozaba de un enorme predicamento en los círculos catalanistas. Al final, en un intento de superar el conflicto mediante el consenso, el nombre adoptado ha sido el de Comunidad Valenciana, una denominación roma y vacía de contenido, que traiciona -y oculta- el pasado valenciano.

Artur Mas plantea ahora la independencia de Cataluña en solitario porque las circunstancias no le permiten plantear otra cosa. Pero una Cataluña independiente defendería siempre como reivindicación incesante la anexión de Valencia y Baleares, sin olvidar el Rosellón y la Cerdaña franceses, y los municipios aragoneses fronterizos de influencia cultural catalana, que los catalanistas llaman las Marcas o Franja de Poniente.

En Valencia aprendí -se me reveló- que todo nacionalismo es expansionista e imperialista por naturaleza, y que siempre se encuentran -o se inventan- territorios irredentos que reivindicar. Bajo el nacionalismo, Alemania siempre es la Gran Alemania y los Sudetes siempre deben ser anexionados. En cuanto a nosotros, circula por ahí un mapa nacionalista en el que las Islas Canarias independientes crecen milagrosamente hasta los 700.000 kilómetros cuadrados (una vez y media la España actual) mediante la sustracción a Portugal de las deshabitadas Islas Salvajes (se supone que ocupándolas militarmente con nuestras fuerzas armadas) y una desmesurada, ilegal -y artificial- ampliación de las aguas territoriales. Y en los años setenta muchos nacionalistas canarios no se recataban en afirmar que Canarias aportaría la población y el Sahara Occidental el territorio. Irresponsabilidad se llama todo eso; y ya sabemos cómo terminó.

La siguiente evidencia que aprendí -que se me reveló- en Valencia es que, en contra de lo que cabría esperar, todo nacionalismo tergiversa la historia e inventa el pasado, que reescribe constantemente al compás de sus intereses. Y eso explica su enorme éxito en España, un país y una sociedad que se caracterizan por no respetar su historia y desconocer su pasado. Por ejemplo, otra comunidad autónoma que ha traicionado sus orígenes y su historia al adoptar su nombre es el llamado Principado de Asturias. Asturias fue un reino, y nada menos que el reino que dio origen a León y después a Castilla. Y cuando el rey Juan I de Castilla concede el título a su hijo Enrique se lo concede en calidad de heredero de un reino cuyo titular era el propio rey castellano. Por cierto, qué inmenso error primar este título castellano frente a los correspondientes de las Coronas de Aragón y Navarra, príncipe de Gerona y de Viana, respectivamente.

Miguel Sebastián, el antiguo asesor económico y ministro de Rodríguez Zapatero, ha propuesto una España en la que Cataluña, Galicia y el País Vasco sean las únicas autonomías. Probablemente se equivoca sobre Andalucía, Aragón, Baleares, Canarias, Navarra y Valencia. Pero, ¿qué sentido tiene la autonomía política y los parlamentos de regiones como Castilla-La Mancha, Castilla-León, Extremadura, Madrid y Murcia? ¿Y La Rioja, parte histórica de Castilla y cuna de la lengua castellana; y Cantabria, el Mar y la Montaña de Castilla, cuya única razón de ser -de las dos- fue rodear -¿acordonar?- al País Vasco? ¿Por qué no se agregan Ceuta y Melilla a Andalucía, como lo estuvieron históricamente a las provincias de Cádiz y Málaga? Sebastián parece tener más sentido común político que económico.