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Reformar o destruir – Juan Hernández Bravo de Laguna

   

Felipe VI no es un buen nombre para convencer a Cataluña: su antepasado Felipe V conquistó Barcelona y abolió el derecho público y las instituciones políticas catalanas al final de la Guerra de Sucesión. Todo lo cual, entre otras cosas, desmiente la falacia de que la monarquía garantiza la estabilidad en la sucesión hereditaria de la Jefatura del Estado: en este país hemos sufrido cuatro guerras civiles, la propia Guerra de Sucesión y las tres Guerras carlistas, motivadas precisamente por la falta de acuerdo sobre quién tenía mejor derecho hereditario a la Corona. Felipe pudo parecer un nombre acertado en su momento porque une dos recuerdos significativos, el del Felipe V, el primer Borbón, y el de Felipe II y sus inmediatos sucesores, símbolos del esplendor de la monarquía hispánica. Además, es un nexo de unión entre las dos dinastías, los Austrias y los Borbones. Pero ahora mismo es un nombre especialmente inadecuado para tratar con Cataluña y los catalanes.

De cualquier manera, al margen del nombre del nuevo Rey, la deriva independentista catalana sigue su curso. Artur Mas ha declarado que el cambio de Rey en España no afecta a sus reivindicaciones y su pretendido derecho a decidir, y los Ayuntamientos de las localidades catalanas a que se refieren algunos de los títulos que ostenta el hasta ahora príncipe de Asturias, como príncipe de Gerona, duque de Montblanc y señor de Balaguer, han solicitado que no los use. El Ayuntamiento de Barcelona no se ha pronunciado sobre el título de conde de Barcelona. Justamente uno de los múltiples errores que ha cometido la Corona en estos años es primar un título castellano, príncipe de Asturias, frente a los títulos equivalentes de las Coronas de Aragón y de Navarra, príncipe de Gerona y de Viana, respectivamente.

De modo que entre la oposición de los independentistas catalanes, los demás nacionalistas y la izquierda radical, y los conatos de rebelión republicana de un sector socialista, el nuevo rey va a ser proclamado sin unanimidad en las Cortes, entre la división social y política del país y de la sociedad española, y entre unas extraordinarias medidas de seguridad. Pierde así la monarquía española otra de sus supuestas virtudes, la de ser un elemento de unión y consenso de nuestra invertebrada sociedad. Insistimos en que el momento elegido para formalizar la abdicación ha sido particularmente inoportuno y un error más de don Juan Carlos y de la Corona. Y no nos vale el último argumento que ha salido a la luz estos días, en el sentido de que si no era ahora había que esperar dos años a que se celebraran las elecciones locales y autonómicas, y después las generales, con el peligro de un cambio de Gobierno.

Pues probablemente hubiese sido mejor esperar esos dos años. En el capítulo de los disparates que se están diciendo y escribiendo con motivo de la abdicación destacan algunos. Hay que insistir en que los reyes españoles son proclamados en el Parlamento, no coronados. Tampoco tiene sentido afirmar que si el presidente de una hipotética República española no cumpliera su programa, el pueblo tendría potestad para revocarlo. Una República en España sería parlamentaria, es decir, con división flexible de poderes, lo que significa que el presidente tendría poderes meramente representativos y moderadores, iguales a los actuales del Rey. Lo de no cumplir su programa carecería de sentido. Los presidentes de Alemania o Italia, por ejemplo, no tienen programa porque están por encima de los enfrentamientos partidistas. Incluso en Repúblicas en donde el presidente posee una mayor cuota de poder, como Francia o Portugal, no está previsto su cese o revocación, en cuanto son símbolos del Estado y de su unidad y permanencia.

Precisamente uno de los errores graves de la Constitución de 1931, que generó la crisis más decisiva de la Segunda República y contribuyó a su liquidación, fue la posibilidad de exigir responsabilidad política y destituir al presidente de la República, lo que se llevó a cabo con don Niceto Alcalá-Zamora. Otro de los curiosos disparates que hemos leído son las supuestas dificultades para conciliar monarquía y Estado federal. Australia, Bélgica y Canadá son monarquías federales, el Reino Unido es una monarquía descentralizada políticamente, y Alemania se constituyó en 1871 como una monarquía federal. Y afirmar que la inviolabilidad o la protección jurisdiccional del Rey de España no las tiene otro jefe del Estado en Europa por razón de su cargo, es no saber nada del asunto.
La historia de España es la historia de sus sucesivas refundaciones. Y no podemos refundar el Estado cada generación porque corremos el peligro de destruirlo. No somos sospechosos de no propugnar una profunda reforma constitucional o, incluso, la elaboración de una nueva Constitución. Pero el argumento de que una parte del pueblo español no existía cuando aprobamos la Constitución de 1978 no es válido. La Constitución norteamericana es de 1787, la italiana de 1947, la francesa de 1958, y así sucesivamente. Las Constituciones son normas de largo recorrido que no se pueden estar elaborando continuamente. Porque, al final, corremos el peligro de quedarnos sin Constitución y sin Estado. Que, a lo peor, para algunos es de lo que se trata.