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El rey sí tiene quien le escriba – Por Manuel Martínez-Fresno Hernández*

   

“Alabar a los príncipes por las virtudes que no poseen equivale a hablar mal de ellos impunemente”. Esta frase, atribuida a François de la Rochefoucauld, da pie a esta reflexión que me han pedido escriba hoy en una fecha que quedará grabada para siempre en la Historia de España, y que va dedicada a los reyes Felipe VI y Letizia. La tentación tanto me puede llevar a sentir la devoción de continuar enumerando aquellas virtudes que de manera sobrada nuestro nuevo rey ha demostrado ya poseer, como a dejarme arrastrar por la corriente siempre inconformista de nuestra idiosincrasia nacional, tratando de encontrarles los defectos y las imperfecciones que, como todo ser humano, hallaríamos sin duda en la pareja que comienza su reinado. Por lo tanto, no voy a caer en esa trampa, y trataré de relatar, con el afecto y respeto de siempre, quizás por mi forma de ser que es la que me ha llevado a desempeñar las tareas profesionales que muchos de ustedes conocen. Como decía, con afecto, respeto y convicción, voy a tratar de describir lo que desde mi percepción he descubierto en la personalidad de los reyes durante todos esos años que he tenido el honor y la satisfacción de estar cerca de ellos, como príncipes. Y, al mismo tiempo, de compartir momentos importantes en la historia del Archipiélago, ratos privados más distendidos, y sobre todo, donde siempre he disfrutado de la oportunidad de contemplarles desde un segundo discreto plano. Justo desde ese recodo donde debemos movemos con comodidad los que amamos dedicarnos a esta labor, no siempre grata, del protocolo. Recuerdo aquel primer encuentro con el príncipe de Asturias, allá por los noventa. Abría sus puertas el Museo de la Ciencia y el Cosmos de Tenerife y la Isla reclamaba su presencia; la atención entusiasta de aquel joven despierto, agradable y ávido de ciencia y de astronomía (uno de los hobbies que le han mantenido ligado siempre a Canarias y a nuestro IAC).

Éramos jóvenes los dos, y curiosos, y quizás nos preguntábamos ya, en la soledad de la Zarzuela él y yo en la de mi apartamento, ¿qué nos depararía este futuro incierto? Con el paso de las décadas, él lo ha tenido más fácil, sin duda. Por desgracia o por fortuna (el deber intrínseco a su condición siempre le hará optar por esta elección), Felipe VI sabía ya que, tarde o temprano, llegaría a ser rey de una nación que, como ha dicho recientemente Jabois: “juega siempre fuera de casa”, y por tanto resulta todo el doble de arriesgado. Continuamos encontrándonos. Muchas veces. El decorado cambiaba, sí, pero el espíritu del reencuentro era siempre el mismo, contagiado de un deber crónico, el de servir a su país, del que nunca podrá zafarse ni siquiera emocionalmente. Le recuerdo siempre atento, sobrio, prudente, mostrando una responsabilidad por encima de la que incluso le exigiríamos; sociable, sencillo y a la vez magnánimo, culto pero comedido, obediente y convincente, en sus gestos y palabras, siempre curioso. Luego vino ella, de su mano. Apareció por Tenerife una mañana de brisa suave y luz especial. En aquel viaje, ya comprometidos, que les trajo a Canarias, siempre guardaré dos instantes en la memoria: la ternura con que se trataban, y el cariño tan sincero y desprovisto de artificio con el que pasaron aquellas horas en privado en compañía de mi recordado Adán, y de Pilar su mujer. Fue entonces la primera vez que la vi tropezar con sus propios impulsos; y asombrarnos todos a su alrededor, porque nuestra Letizia llevaba sangre en las venas, y ésta corría más rápido que la capacidad de comedirse, virtud según algunos, tan propia de las que nacen reinas casi desde la cuna. Y siguieron viniendo, a compartir muchas veces el dolor, ese sufrimiento que si no lo repartíamos con ellos, parecía más solitario y más desgarrador aún. Y lloraron con nosotros, y para nosotros. Siempre he tenido el presentimiento de que cuando les he visto compartir el llanto por tantas desgracias que nos han asolado (el accidente de Spanair, la riada de Santa Cruz, la erupción de El Hierro…) ellos, nuestros reyes padres y nuestros reyes hijos, sentían el desgarro del dolor de forma distinta a todos nosotros… Les hacía sufrir una España que nosotros no hemos sabido querer lo suficiente para llorarla con convicción. Pero ya ven, quién sabe si sólo ha sido mi errónea percepción de que ellos nunca nos han fallado, como suelen hacer los mejores amigos de cada casa. Y volverán, pronto, aunque ya ninguno de nosotros seamos los mismos.

Ellos con una difícil tarea, la de hacerse querer. Más ingrata si cabe en un país que no termina de creerse republicano, pero tampoco se reconoce en el espejo de la democracia como monárquico. ¿Será porque no nos habrá dado suficiente tiempo de aprender? o ¿será porque redundan en los mismos errores históricos, de aquellos antepasados que con apellido numérico nunca han terminado de curarnos de espanto y de incredulidad? A Felipe VI le ha tocado ser un rey a destiempo y además demasiado actual. Ha llegado a un trono oscilante, con los nervios de saberse escrutado hasta la médula. Ha llegado antes del momento apropiado, pero con ilusión, y de la mano del soporte que más nos ancla al suelo de la realidad, el amor de una reina que es como un fado portugués: “misterioso, melancólico y popular”, y cuya música no terminamos de sentirla como propia, pero nos gusta, nos llega adentro. Su padre tuvo la oportunidad de demostrarnos en la historia reciente, lo bien que quería hacer su cometido. Y lo logró. Por eso yo sí que estoy convencido de que a Felipe VI debemos dejarle transformar las razones de Estado en emociones, y permitirle mostrarnos que su deber sigue estando por encima de nuestras discrepancias. Porque solo así logrará convencernos de que en nuestro país no cabe otro modelo de convivencia que la monarquía constitucional parlamentaria, para que podamos seguir jugando al futuro de la mano de esos otros países más desarrollados del mundo, que comparten el mismo modelo de monarquía, pero lo cuidan con más esmero y orgullo. Celebremos, pues, a nuestros reyes del futuro, Felipe VI y Letizia, los del gran desafío, los que serán capaces de gobernar el porvenir imprescindible, del que Carlos Fuentes hablaba. Los que lograrán devolvernos la confianza en nosotros mismos, esa que perdimos hace tiempo y seguimos sin encontrar. Feliz reinado, majestades, porque vuestra felicidad será la de todos nosotros, si como yo deseo, logramos entre todos aceptar la provocación que Alexander Hamilton compartió. Y que decía: “Si nos inclinamos demasiado hacia la democracia, pronto caeremos en la monarquía”. Inclinémonos lo suficiente para caer, sin duda alguna.

*EXPERTO EN PROTOCOLO. CONDECORADO POR S.M. EL REY DE JUAN CARLOS CON LA ENCOMIENDA DE NÚMERO DE LA ORDEN DEL MÉRITO CIVIL