A punto estuve de levantar el teléfono y llamar al director del periódico. ¿Y todavÃa se pregunta a qué periódico?, ¡en éste coño!, en el que llevo escribiendo más de trece años; pero no lo hice, por fin apareció el dichoso cable de corriente de la torre en una recóndita caja semioculta al fondo del trastero en el garaje, oscuro cómo la noche. Son cosas de la mudanza.
¡Qué cosas! Resulta que hasta no hace mucho tiempo, nunca me habÃa planteado tener casa propia, siempre he vivido de alquiler, hasta que un amigo me aconsejó que me registrara cómo demandante de vivienda en la consejerÃa correspondiente del Gobierno de Canarias, con tanta suerte, que hace escasamente un mes recibà la oferta de adquirir una de las viviendas de Visocán. Y aquà me tienen ustedes, más doblado que una sabina herreña, con más salpullidos en los brazos que un toxicómano.
Y es que en situaciones como éstas, me refiero a la mudanza, es cuando aceptas que estás viejo, y que los sesenta y siete años te avisan de que las fuerzas fallan para realizar determinados trabajos, como por ejemplo: cargar muebles. Gracias a mi hijo Cristo que se encargó del mayor trabajo del traslado, desmontando todo el mobiliario en la antigua casa, y volviéndolo a montar en la nueva. También algunas personas de la familia, caso de mi esposa Ana, sobrina Joana, cuñada Susi, nuera Ana, etcétera. El dÃa D se esperaban algunos colaboradores que habÃan anunciado su ayuda, pero todavÃa los estoy esperando.
Lo peor de todo, que llevo doce dÃas sin poder ir a la playa de Las Teresitas, a caminar y a nadar, como hago todos los dÃas del año; espero que mis amigos no hayan pensado que me he muerto, porque suele ocurrir que cuando se echa en falta a alguien de los asiduos durante dos o tres dÃas, pensamos que ha estirado la pata. Asà que espero, coincidiendo con la salida del artÃculo, poder saludarlos a todos/as. Lo dicho, que los años no perdonan, demasiada carga pa burro viejo, y si me lo permiten, con la mano en el corazón: ¡Si lo sé, me quedo donde estaba!