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Para David Santos: carta a un lector de Cortázar – Por Juan Cruz Ruiz

   

Querido David, me alegró que escribieras sobre Julio Cortázar el día en que el autor de Rayuela hubiera cumplido cien años. Y me alegró que al tiempo me pidieras unas líneas sobre este hombre extraordinario que a esta edad en la que ya no está sigue siendo, en su escritura, y para muchos lectores, el niño que fue siempre. Su escritura siempre juega, en ella entras como un adulto, lleno de todas las costuras que te confiere la vida, y de ella sales como un muchacho, queriendo saltar la rayuela de la vida, robándole solemnidad a las palabras, acostándolas como se acostaba a Rocamadour en su novela más densa y más brillante. Creo que leer a Cortázar ha sido, para muchos lectores de todo el mundo de habla española, una fiesta del cerebro y del cuerpo, pues no se puede leer a Cortázar sin sentir a la vez los numerosos placeres que provoca lo que dice. Es a la vez literatura, paseo y acertijo. Y es inolvidable su manera de jugar con la sintaxis y con las palabras; es un escritor para lectores y para escritores, pues, al contrario de lo que ocurre con otros, lo que dice no se te pega como el chile sino que te deja libre para tu propia escritura.

Te voy a contar cómo lo conocí.

En 1972 ya había leído Rayuela con la devoción de un boy scout y estaba paseando absorto por las calles de Ámsterdam. Un amigo alto, Carlos A. Schwartz, arquitecto y fotógrafo en ese momento sin cámara, me gritó desde un rincón de la plaza: “¡Juan, Julio!”.

Julio era Cortázar, alto, pecoso, ese hombre que escribió Rayuela estaba allí. Entonces (como ahora, pero ahora menos) los escritores eran gigantes a quienes querías conocer como si su presencia prolongara su obra. Hablamos con él un rato. Bromeó: no se olvidaría de mi nombre… porque era como el del gaucho Cruz del Martín Fierro. Sabía su dirección de París, me la había dado Marcos Ricardo Barnatán, le buscaría allí, él tenía prisa. En París, desde la siempre acogedora compañía de Emilio Sánchez-Ortiz, busqué su teléfono en esa dirección, el 3 de la rue l’Eperon; no había en la guía ningún Cortázar, así que decidí marcar todos los números, de cualquier apellido. Empecé por monsieur DuPont, un médico interno de hospital. Sonó la llamada y una voz a la que le pregunté si era Cortázar. “Oui, je suis meme”. Uf, parecía un relato de Cortázar. Amable de nuevo, solícito, como en sus cartas y como en sus entrevistas.

Muchos años después, después de verlo alguna vez más en persona, de cultivar su mitología con la devoción de un adicto, y aún después de su muerte, estaba hablando por teléfono cerca de un restaurante que le gustaba a Neruda, y de pronto levanto la vista, como si mirara a un gigante, y ahí me fijé que estaba justo debajo del número de la rue l’Eperon.

No he dicho a nadie que estuve a punto de llorar.

Luego fui su editor; confieso que es de las cosas de las que más orgulloso me siento en la vida. No hay nada mejor que publicar la escritura de un autor que amas.