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Alexis Zorba – Por Luis Ortega

   

Aplicados a distintas etnias y tierras, existe un socorrido proverbio que pondera la necesidad de conocimientos y afectos allá donde estemos o vayamos. En el sur de Italia, el refrán tiene eficacia evangélica porque “un amico a mezzogiorno non è solo piacevole ma essenziale”. Gracias a las buenas relaciones de Enzo Motta, colega en su rincón y turista puntual en Canarias, disfruté de una singular noche de danza en San Carlo, decano de los teatros europeos en activo, cuya construcción fue una feliz idea de nuestro Carlos III en 1737, cuando reinaba en Nápoles y Sicilia. Sometido a ampliaciones y mejoras decimonónicas, el suntuoso marco acogió una espléndida coreografía, creada por Lorca Massine y estrenada en la Arena de Verona hace un cuarto de siglo por el inolvidable Vladimir Vassilie, titulado Zorba el griego, el film de 1964, escrito y dirigido por Michael Cacoyanis e interpretado por Irene Papas, Alan Bates y el genial Anthony Quinn.

El espectáculo exalta, aún más si cabe, el himno a la vida que es la novela más popular del cretense Nikos Kazantzakis, traducida al idioma universal de la música, por otro insular, Mikis Theodorakis (Quios, 1925) que, tras el éxito de la banda sonora, con un santuri y percusión popular como estrellas y un sólido colchón sinfónico, escribió un musical y el ballet que logró el mayor éxito del certamen veraniego en la bulliciosa capital de la Campania. Como un regalo del azar y, sin duda, como un impagable servicio de la amistad, disfruté con una orquesta exigente, un coro brioso y un cuerpo de baile que, con la dosis justa de disciplina, arrancó todos los registros de brillantez y emotividad de la obra de este gigante griego -tanto en inspiración y compromiso político como en estatura física, porque sobrepasa los dos metros- perfectamente punteada por uno de los bailarines más relevantes del momento, el chileno Rodrigo Guzmán. Saludada con una interminable y conmovedora ovación, tras el ballet se acabaron las palabras y en una terraza del puerto, animada por una orquestina mínima y un tenor agónico -esos que parecen morir y renacen en los agudos- volvimos a Sorrento, destino permanente de la nostalgia y, sobre todo, a la pasión de la aventura que fue, en principio y al final, el ideario que el viejo Nikos -que buscó la verdad en todas las políticas y religiones- planteó con bella didáctica en una sugestiva historia del siglo XX, con un héroe con tantos valores como vicios, hecho a la imagen y semejanza gloriosas del hombre.