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En esta ciudad vive un poeta – Por Juan Manuel García Ramos (ARTÍCULO PUBLICADO EL 5 DE SEPTIEMBRE DE 1993)

   

En esta ciudad de La Laguna, apenas a cien pasos de mi casa, vive un poeta y es amigo mío. Muchas mañanas de domingo invernal, cuando avanzo entre las calles desiertas y el musgo tímido de los adoquines de la plaza, con una torre aún habitada por las herrumbres del amanecer y la acacia en flor en medio de la estación insólita, presagio sus presencias, las fugaces tertulias, tal vez un café al que yo le invito o él me invita, con la tinta fresca de los periódicos haciéndonos compañía. Es una amistad vieja cuyos comienzos exactos ignoro. Se me ocurren los años setenta y un Santa Cruz todavía frecuentado por Domingo Pérez Minik, Eduardo Westerdahl, Pedro García Cabrera, Pilar Lojendio o su gran Laureano. Por ese tiempo, mi poeta y mi vecino estaría concluyendo su quinto libro y en una de esas páginas coincidía ya con Luis Cernuda en algo de lo que siempre estuvo convencido: ¿No es el recuerdo la impotencia del deseo? Ya había perdido a su hijo y se mortificaba sin fuerzas ante el vaivén de un columpio desocupado en el Parque García Sanabria. Él sabe, como nadie, cuánto daño recibió por esa ausencia sin contemplaciones, y es consciente, sin embargo, de hasta qué punto sus versos lo disuadieron de otras vidas y de otras muertes que no vienen al caso. Las premoniciones y la literatura y el arte siempre han sido buenos aliados. Muchas veces para jugarnos malas pasadas. En el primer libro de mi poeta, escrito en 1958, se incluyen unos Poemas para un niño que murió en noviembre que ya nos anunciaban no solo al creador que no ha cesado de escribir y de publicar hasta hoy, sino al hombre que iba a ser golpeado por la vida, por su manera de ver y de sentir las cosas y por su infinita generosidad de ser humano incapaz de renunciar a serlo en todos y cada uno de los instantes de su existencia. Mi poeta, como todos los grandes poetas, está claro que no es de carne y hueso. Sus palabras no son las mismas que yacen en los diccionarios, pues cuando él las acciona dejan sus significados de andar por casa y se proyectan por encima de sí mismas, en una multiplicación infinita de sus mensajes. Ese prodigio no es un simple resultado del azar, es el fruto de un trabajo sin tregua, obsesivo, madrugador, contra el silencio y la página inmaculada. Al poeta de mis calles y de mis plazas, al poeta de mi ciudad, le ha pesado con desmesura ser hombre y haberlo descubierto. Arrastra una inocencia que está mucho antes que cualquier infancia. Ese poeta ha sido distintas veces niño y la ternura no lo ha dejado ser otra cosa por mucho que haya querido evitarlo. Los que lo conocemos y lo leemos, hemos tenido que retirar nuestros ojos de algunos versos, como aquellos que bajo el título Jardín, dedicó al hijo que quedó atrapado entre dos fechas incomprensibles (1964-1968): “Quédate en el jardín y juega mucho. / Estoy tranquilo porque no hay peligro / entre las viejas tapias y te guardan / con amor los cipreses… / Si anochece, / si se hace de oro la lluvia entre los árboles / del prado, / y ves que me demoro / y sientes miedo de la oscuridad, / no llores, que estoy cerca como siempre…”. Ciertos vanguardismos y posvanguardismos nos han invitado a abjurar de algunas poéticas por demasiado intimistas. Hemos tenido que soportar imposturas para todos los gustos y disgustos, desde la “perfección vacía” de tanto emulador de Mallarmè hasta los expedientes sociales más inusitados. Pero por encima de todas esas catervas, la poesía persiste en ser, como nos recordó hace poco tiempo el poeta y también amigo, Eugueni Evtuchenko, la educación de la delicadeza en la percepción del mundo. El amor de la poesía -por encima y por debajo de todos los “ismos” y los “contraísmos”- nace del propio miedo a dejar de ser humano.Y a ser humanos nos ha enseñado el poeta de mis cercanías; a descubrirnos en nuestras glorias y en nuestras derrotas cotidianas. “Soy simplemente un hombre -escribió en 1967- / despierto por su casa, / que no concilia el sueño / mientras los hijos duermen, / soñando en Blanca Nieves / y en los Siete Enanitos; / mientras ella, la dulce / novia de un tiempo viejo, / la amada de mis versos, / mi Beatriz, mi Ofelia, / mi Laura, mi amor único, / duerme hundida en un sueño / tal vez maravilloso, / un sueño en el que acaso / no soy protagonista…” Les recomiendo que si aún no tienen un poeta amigo, corran en su busca. Todo se les hará más fácil, aunque no menos doloroso. Lo que presumimos nuestros descreimientos, comprobaremos que son “los descreimientos”; que nuestras piedades inhibidas, son las piedades de todos los hombres; que nuestros soliloquios están en todas las bocas. Que “no es mejor este día que el de ayer o los que hayan de venir… No es tarde ni temprano”. No somos mejores que nadie, ni peor que cualquiera. No vale más la dicha que el dolor, ni la tierra es más que el mar. Esas cosas me las ha enseñado el poeta de mi ciudad y además me ha permitido discutirlas con él cualquier mañana de domingo en la que por regla general le sigo recordando su texto Memoria del hondo sur, la más bella prosa que se haya escrito sobre ese punto cardinal de Tenerife. Mi poeta nació en Las Palmas hace ya suficientes años. De padre italiano y de madre portuguesa. Es decir, canario de pura cepa, como nos gusta ser en esta tierra insular cruzada de continentes y de culturas. Ha traducido la poesía luminosa de Cavafis, las síntesis de Ungaretti y la ternura y la tristeza de Montale. Cuando uno lo lee no puede evitar la memoria de Pedro García Cabrera o la mirada hacia dentro de Alonso Quesada. Es el poeta que me ha tocado en suerte y ustedes no saben mi fortuna. Por cierto, su nombre es Arturo. Y su apellido es Maccanti.

*ESTE ARTÍCULO FUE PUBLICADO EN DIARIO DE AVISOS EL 5 DE SEPTIEMBRE DE 1993