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El becario milagroso – Por Francisco Pomares

   

Supongo que hoy es un día adecuado para hablar de la detención de esos últimos 51 golfos apandadores que nos ha sacudido el día. Una masiva operación contra el corazón mismo de la corrupción en Madrid y otras provincias, con estupendas escenas de vergüenza pública y rasgamiento de vestiduras de antiguas madrinas y compañeros de viaje. Frente a esa macrooperación contra políticos, empresarios, funcionarios y algún agente de la ley que pasaba por allí y puso el cazo, a mí me ha impresionado más la historia del joven becario de Sinpromi que llegó -avalado por un brillante currículo y una ejecutoria ejemplar- a convertirse en director financiero (el sueño de tantos graduados cargados de máster) y se alzó en apenas un par de años con un catálogo infinito de reconocimientos y premios. El chico endomingado al que el presidente del Cabildo entregó una placa en premio a haber colocado al club de fútbol-sala Uruguay en preferente: “un ejemplo de gestión que ayuda a la promoción de Tenerife”. El pibe del milagro que logró en meses convertir al club en el centro de todas las expectativas, y se convirtió de paso él mismo en el hijo que todas las madres querían tener o casar con sus hijas. Un personaje abierto, divertido, simpático, campechano, generoso. O sea; un tío colocado y con pasta para dar y tomar. Pero la historia tenía vuelta: como en esa peli que Scorsese no para de volver a filmar, el joven Andrés Hernández Pedreira escondía bajo su apariencia de gestor admirable y deportista de relumbrón, un sinfín de noches de asaltador de cajeros. Una historia imposible en otra sociedad distinta a la nuestra, esa misma sociedad que convierte al otro joven milagroso del momento, el más chiripitifláutico, gilipoyético y cursi Nicolás, en el gran meme nacional, un personaje de ficción que nuestros hijos adoran. A la postre, el joven Andrés representa la capacidad desbordada para convertir en oro todo lo que se toca, la rapidez en el éxito fácil, la generosidad del que reparte munificentemente a los cercanos. Son los valores principales de una sociedad que adora, aplaude y premia el éxito, y que ha convertido el éxito en el único medidor del mérito y al dinero en la única contabilidad del éxito. Ahora, el sueño de este pobre chico envilecido por sus días de éxito y sus noches de asaltacajero se ha roto definitivamente, y todos abrimos la boca con asombro, la misma boca que ayer escupía lisonjas y parabienes sin cuento, ajena a cualquier reflexión. Nos queda una vida destruida, miles de impedidos estafados, 600.000 euros gastados entre aplausos, y la sospecha de que el becario no es ni debe ser el único responsable de lo que ha ocurrido, aunque sea el único culpable legal.