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Miguel Hernández – Por Luis Ortega

   

Recordarlo es un deber patriótico, como dijo un fiel amigo y protector que, desde la trinchera de los vencedores, quiso salvar al pastor de Orihuela de la España cainita que lo había condenado. Ni en su tiempo ni ahora cupo y cabe la indiferencia con Miguel Hernández Gilabert (1910-1942); fue una fuente de luz de tierra, como declaró Neruda, que hay que liberar y engrandecer con su valentía y martirio. Descubierto en la adolescencia, hoy, y más si cabe, me conmueve su fuerza expresiva, su perfección sonora, sus metáforas audaces y la originalidad sin tentaciones que lo alejó de los exquisitos de la Generación del 27 y los pasionales del 36 que subordinaron las formas a la fuerza del compromiso. En ciertos momentos, la distancia, superficie y población atenuaron el férreo control y la torpe censura que vetaron las acciones cívicas y culturales; ese plus de aislamiento nos permitió madrugar en homenajes a Lorca, “el buen Machado” y, también, a un escritor singular que dividía su tiempo entre el cuidado de las cabras y la biblioteca local, un autodidacta formado en la estética del Siglo de Oro y el rigor crítico de los noventayochistas. En el tramo final del bachillerato y cuando el Candilejas devolvió a las calles palmeras el teatro religioso y popular, intentamos, sin fortuna, el montaje de su auto sacramental -Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras, 1933- y nos resignamos a una lectura abierta en el Teatro Chico y a su emisión por la radio local. Guardo como una reliquia el ejemplar de Cruz y Raya, dirigida por José Bergamín, que editó “esta pieza laica, que no escolástica”, según monseñor Luis Almarcha (obispo que fue de León) que, por su vieja amistad con el poeta, “cambió la pena de muerte dictada por un consejo de guerra por activismo comunista, por treinta años de cárcel”. Murió de tuberculosis en el Reformatorio de Adultos de Alicante -¡qué eufemismo!- el 24 de marzo de 1942; no había cumplido treinta y un años y transmitió un legado excepcional y magro. Tengo otro recuerdo más reciente -de 1984- que, en esta noche de otoño, me apresuro a unir a la revista mentada; es un recorte de prensa sobre la exhumación de sus restos del nicho mil nueve para enterrar a su hijo Manuel Miguel; y de la fervorosa reacción de un puñado de admiradores, alguno de los cuales, como en la elegía de Ramón Sijé, besó arrebatado su noble calavera. Han transcurrido exactamente ciento cuatro años de su nacimiento y, contra el consejo de María Teresa Fernández de la Vega en solemne y olvidado acto público, no le hemos dado la justicia merecida.