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Roberto Alcázar – Por Luis Ortega

   

Pozuelo de Alarcón se me hizo familiar en los tiempos cerrados de la televisión única -que había situado allí parte de su aparato económico y directivo- y de las vacaciones sin prisa y en compañía de viejos colegas que, “en busca de verde y aire limpio” habían cambiado la Villa y Corte por este risueño municipio del oeste. Volví ahora con un residente fiel desde los años ochenta y, tras el almuerzo y el paseo, visitamos el Centro Cultural Padre Vallet, atraídos por el reclamo del Museo del Espía; así como suena. Descubrimos una exposición, con cientos de piezas cedidas por antiguos funcionarios de los servicios secretos de medio mundo y un discurso expositivo creativo y gracioso; pasamos de cámaras y grabadoras, armas camufladas en objetos cotidianos, artilugios históricos como las primeras máquinas para encriptar mensajes propios y descifrar los ajenos, caprichos tecnológicos de última generación, versiones sofisticadas de la industria digital aplicada a la grabación de vídeos y audios clandestinos, máscaras y postizos de toda naturaleza, uniformes oficiales y disfraces… Como ejes del recorrido, donde figuran en paridad personajes reales -aparecen elementos del famoso Juan Alberto Perote, viejo y amortizado agente del Cesid- y protagonistas de ficción como el osado Roberto Alcázar, y su joven camarada Pedrín, héroes de las historietas que, entre 1940 y 1976, popularizaron al guionista Juan Bautista Puerto y al dibujante  Eduardo Vañó y enriquecieron a la Editorial Valenciana, que publicó más de mil doscientos cuadernillos, un hito sin precedentes en España. Las técnicas y trucos utilizados por las principales agencias -la Cia y la Kgb, el Mosad y el M-16 – durante la Guerra Fría, canceladas tras el orden nuevo que provocó la caída del Muro de Berlín, se muestran ahora como hechos de difícil comprensión, sobre todo tras las cascadas de revelaciones de Wikileaks, y filtraciones estrambóticas que permiten el paralelismo entre espías y aventureros reales con James Bond y el agente Anacleto, como los otrora famosos periodistas de investigación de rotativos nacionales y los entrañables Mortadelo -con sus dones camaleónicos para el camuflaje- y su jefe Filemón. Entre la fascinación y la parodia, con guiños al público infantil, la muestra merece la visita porque el humor, el buen humor, aderezado con inteligencia, tan alejado de la vida y el arte en estas horas, se derrocha en esta iniciativa que se presenta como un medio de entretener y divertir y, eso sí, con justificable vocación de permanencia.