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Antonio María Rouco – Por Luis Ortega

   

Ni José Manuel Vidal, que lo ve como un príncipe destronado, ni González Bedoya, objetivo en sus análisis eclesiales, revelan quien ordenó a Rouco Varela que, de acuerdo con las normas vigentes, abandonara el Palacio Arzobispal, una vez cesado en su cargo y después de una propina de tres años que, paradójicamente, no tuvieron dos cardenales de mayor relieve y afecto popular: Vicente Enrique y Tarancón y Carlos Amigo. Nos quedamos con esa incógnita y con lo mollar: el rocoso mitrado que, en sus largas despedidas, censuró los nuevos aires que soplan desde el Vaticano, perdió su estéril combate emprendido desde una soberbia nada evangélica. Se va de La Almudena, donde dejó huellas de su mal gusto -para escarnio de espíritus sensibles e ira de la Academia de San Fernando- en las frescos de Kiko Argüello y otros elementos de culto, pero no se quedará en la calle; al contrario que otros colegas, que residieron en conventos o residencias o volvieron a sus lugares de origen, él ocupará un céntrico y suntuoso piso de propiedad diocesana y ciertos partidarios no dudan que ejercerá una activa crítica contra las pautas doctrinales que, con firmeza, inteligente estrategia y buenos modos, emite el Papa Bergoglio. En biografía no autorizada, Vidal le reconoce “la cota máxima de poder alcanzada por la Iglesia española” y también una “molesta herencia, que costará años enmendar”. Por su parte, Bedoya recuerda la mutación de un sacerdote progresista y en línea con la actualización de Juan XXIII y Pablo VI en un jerarca desconfiado y crecido en su intransigente integrismo “a medida que el pontífice polaco negaba el estilo reformista de sus grandes predecesores”. En el balance material y, consecuentes con la expansión demográfica, las cifras de Rouco son o, mejor dicho fueron, convincentes -478 parroquias, 1.700 sacerdotes, 1.800 frailes y 7.000 religiosas; treinta colegios diocesanos en distintos niveles de la educación- y situaron a su jurisdicción “entre las más poderosas e influyentes de Europa”. Pero esos no son los únicos o prioritarios activos que el Santo Padre y el sólido y ético equipo que le rodea ponen en valor en la Iglesia que reconstruyen y abren en el siglo XXI y que, con mayores o menores dificultades, saldrá triunfante de ese reto. Falta que la iluminación divina, la buena conciencia o la inteligencia práctica de todos sus miembros, especialmente los rebeldes o desobedientes, asimile esa evidencia.