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El gran fracaso – Por Francisco Pomares

   

La desestimación del recurso contencioso administrativo presentado por Álvaro Arvelo, contra la intervención del Gobierno regional en la Fundación CajaCanarias, parece cerrar las aspiraciones de Arvelo de hacerse con el control de la fundación heredera de los tiempos de esplendor de la entidad. Es cierto que aún cabe un anunciado recurso de casación ante el Supremo, pero es difícil esperar que el Supremo modifique la posición del TSJC, expresada ya en dos sentencias. Es poco probable que Arvelo, que fue el último presidente de CajaCanarias y pilotó la ruinosa absorción de la primera entidad económica del Archipiélago por Banca Cívica, acabe presidiendo algún día la Fundación que creó para retirarse en ella. Más allá de eso, el fallo del TSJC avalando la intervención de la Fundación por el Gobierno devuelve a la actualidad el debate político sobre el desastre que para Canarias supuso perder en apenas un par de años toda posibilidad de contar con una entidad financiera propia. En un mundo de globalización creciente de la actividad bancaria podía parecer un sueño que en las Islas sobreviviera una entidad financiera local. Pero no lo es. La experiencia de Cajasiete, la antigua cooperativa rural de crédito, una caja de pequeñas dimensiones que ha logrado crecer al socaire de la desaparición de sus competidoras locales, demuestra que era posible mantener una entidad pegada a lo local, y que fueron la ambición de poder y la búsqueda de salidas personales lo que llevó a las dos cajas insulares a su absorción primero y su desaparición después. Antes de iniciar cualquier proceso de aproximación, ambas eligieron ser rescatadas por hermanas mayores que acabaron desapareciendo o en la pura quiebra. CajaCanarias entregó sus recursos y depósitos a la fraudulenta operación de Banca Cívica, una operación de huída de Caja Navarra que acabó con su presidente imputado. Y la Caja Insular se integró en la que luego resultó ser la más pringosa de las cajas españolas, en una operación que acabó en la liquidación absoluta de todos sus activos, mientras los directivos de Bankia se ocupaban de ellos mismos, sus sueldos, sus bonus y sus tarjetas. Todo un disparate perpetrado ante la desidia y pasividad de un Gobierno nacionalista que permitió a sus amigos medrar económicamente en las Cajas, pero sólo se ocupó de ellas cuando hubo que modificar la ley que impedía a Arvelo seguir presidiéndola por motivos de edad.