El fútbol es una metáfora de la vida; el deporte en general lo es. Lo comprobé desde muy niño, aunque confieso que al principio -muy al principio- me suponÃa un berrinche sordo cada vez que quitaban los dibujos animados en la tele para poner, otra vez, a unos hombres en pantalón corto corriendo detrás de una pelota. Hablo de medio siglo atrás, en el tiempo de las primeras televisiones, en blanco y negro y del tamaño de una nevera. Como solo habÃa un canal, no tenÃa más remedio que sentarme en la sala al lado de mi abuelo AgustÃn, esperando a que terminara aquel tostón, a ver si daban luego los ansiados dibujos. Fue mi padre, Miguel, futbolero de toda la vida, el que poco a poco me inculcó la afición. Casi todas las tardes cuando terminaba de trabajar cogÃamos la vieja pelota de reglamento y nos Ãbamos a jugar un rato al polÃgono, al polÃgono El Tejar, en el Puerto de la Cruz. Era una amplia parcela recién urbanizada, sin un solo edificio en toda su extensión, lo que nos proporcionaba infinidad de campos de fútbol que elegir. Con el paso del tiempo esos rectángulos perfectos de piche se convirtieron en los aparcamientos de las promociones de viviendas que colmaron esta gran zona de expansión de la ciudad turÃstica. La insistencia de mi padre se reforzó con el primer equipaje -el del Barsa-, los álbumes de cromos de los jugadores de Primera División, las botas de tacos, los partidos de regionales los domingos en Los Cuartos o El Peñón… Irremediablemete, me enganché por completo al fútbol, con tanto entusiasmo que no se me daba mal del todo. En la pandilla de amigos del barrio era uno más pero, cuando se trataba de ir a jugar al fútbol al barranco, todos me querÃan en su equipo. Eso me ayudó a superar mi extrema timidez y me preparó para mi primera gran prueba de fuego: el colegio. Empezar en el colegio de Los Salesianos fue un choque muy fuerte. No conocÃa a nadie, no tenÃa amigos. Los primeros meses los recuerdo muy duros. Siempre estaba solo. Llegué a odiar el colegio. Lloraba cada vez que mi padre me dejaba cada mañana en la puerta. El dÃa que cambió mi vida permanece fresco en mi memoria. En la hora del recreo se acercó un compañero de clase y me dijo que estaban buscando jugadores para un equipo alevÃn de fútbol que querÃa organizar el colegio, el alevÃn Bosco. Me gustó la idea y fui al primer entrenamiento. Me lo pasé tan divertido que le pedà a mi padre que me apuntara, lo que hizo encantado de la vida. Creo que le hacÃa más ilusión a él que a mÃ. Con aquel equipo y aquel grupo de compañeros y amigos superé todos mis complejos y mis problemas de inadaptación. Además, tuve la suerte de que destaqué desde muy pronto y sin quererlo me convertà en un elemento valioso, en un lÃder. Gané seguridad y autoestima, y sobre todo, gané grandes amigos durante los casi veinte años que permanecà jugando al fútbol federado. Casualmente, la historia se repitió con mi hija Sara: su timidez le impedÃa relacionarse bien con las demás niñas. Recordé lo que me sucedió a mà y con apenas cuatro años la inscribà en un equipo de atletismo. TenÃa condiciones para correr. Acerté. En su primera carrera ganó el Cross MarÃa Auxiliadora, a gran distancia de las demás. Se convirtió en una campeona y eso le ayudó a integrarse en el grupo de amigos y en el colegio, asumiendo de paso los valores de trabajo, sacrificio, compañerismo, amistad, generosidad, solidaridad, humildad… Mi vida me ha enseñado que el deporte puede ser la mejor escuela para la vida. Nunca dejaré de agradecérselo a mi padre, y espero saber inculcarlo a mis hijos y a mis nietos (cuando toque, todavÃa no ¡eh!…). Por todo eso, bueno y mucho que me ha dado, me entristece y me cabrea que algunos indeseables empañen el deporte con sus trampas, sus amaños, su violencia, sus insultos racistas, xenófobos o sexistas, como por desgracia estamos viendo con excesiva frecuencia. Ahora que se ha puesto tanto de moda practicar deporte, deberÃamos hacer un esfuerzo entre todos para poner también de moda la deportividad: más limpieza y más respeto.