Desechó verdades sin medir el lÃmite de lo Ãntimo, de los secretos mejor guardados. Mintió. Fue haciéndose prisionero de sus propias palabras, rehén de lo dicho, de lo escrito, de lo proclamado hasta la saciedad; y al final no consumó los hechos, o se decantó por otros, que al final es lo mismo. Pensó que los significados atraerÃan nuevos locutores, que incautos, se verÃan atrapados en la sensualidad de su narrativa, en la caricia de su nueva semántica, en la gracia de su sutil vocabulario. Y asà fue. Pronto encontró quien escuchara todas aquellas ideas sin lÃmite, pronto vio cómo caÃan rendidos a sus encantos de prestidigitador. Arrancó aplausos y corazones, dispuso sentimientos, jugó con ellos. Los seguidores se contaban por cientos, convirtiéndose en miles en las redes sociales, ventajas del progreso.
La fe era tan ciega, que nadie contrastó su verdad con fondo de engaño. Él, embriagado de ego, sólo supo hacer crecer la bola más y más, extasiado en la cumbre del éxito, del poder surgido de la nada, de la nube de encantamiento que logró crear combinando verbos con los sustantivos precisos, amén de una refinada habilidad para colocar el adjetivo perfecto. Sin embargo, el mago de las palabras no supo ser funambulista y perdió el equilibrio. Fue un resbalón casual, pero lo suficientemente grave como para que se tambalease aquel fatuo castillo de naipes que habÃa construÃdo. Escondido en la trastienda de la realidad se habÃa desarrollado plenamente. Amparado por la oscuridad desató su verdadero yo, pérfido y malintencionado, carente de sentido y sensibilidad. Hurgó en su ombligo hasta que todo fue sangre y pus, presa de ser él mismo y su ficticia condición sobrehumana. Estaba tan ensimismado que no se sintió tropezar y cuando le fueron a reprochar por sus acciones, él respondió con más verborrea, combinando letras vacÃas hasta formar palabras inservibles. Una minorÃa descreyó para siempre; la mayorÃa, cerebros blanqueados, siguen todavÃa hoy la corriente, quién sabe por cuánto tiempo más.