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Adicción y poder – Por Pedro H. Murillo

En estos días de precampaña electoral, son varios los políticos que han anunciado su retirada de la vida pública mientras otros candidatos se apresuran a darse a conocer. Lo cierto es que, en la mayoría de los casos, siento un respeto mayor a aquel que decide irse que el que decide entrar en la política. Hace ya muchos años, una concejal- evidentemente obviaré su nombre y filiación política- me confesaba, presa de la ansiedad, que tenía que hacer lo que fuera necesario para poder seguir estando en las listas debido a su hipoteca. Aquella edil, cobraba un sueldo de las arcas públicas que nunca hubiera soñado con su formación en el ámbito privado. Ese suculento salario había disparado su nivel de vida: dos coches de gama media, viajes familiares y una casa de hipoteca gravosa. Al final, para el bien de su economía doméstica, pudo entrar en las listas ejemplificando lo que muchos están a punto de realizar en las próximas semanas: acudir en las listas de un partido político no para dedicarse al servicio público sino a conseguir un trabajo con un sueldo que les exonere de la condena del paro o del mileurismo.  Sería injusto afirmar que todos los políticos neófitos son iguales pero, debido a unos cuantos casos, me produce más simpatía aquellos que, después de varios años de actividad política, simplemente se marchan a su casa. Se trata de una decisión nada fácil. La erótica del poder tiene un grado de adicción notable que no pasa necesariamente por un sueldos de varios ceros; es más bien, el poder estar, lo que coloquialmente se conoce como, “en la pomada”.  Nosotros, los que nos dedicamos a otra cosa, nos resulta complicado de entender pero se los explicaré. Les hablo de la vanidad de sentirse imprescindible, importante; del silencio impuesto cuando hablan y sentirse escuchado; de ser el líder de la manada e incluso tener enemigos, que para muchos supone un grado de excitación y respeto. Les hablo de la necesidad de seguir siendo invitados a actos cuyo comienzo depende exclusivamente de su llegada; de disponer de un coche oficial y no coger un transporte público en ocho años; de sentir que eres el muerto en el funeral y El niño en el bautizo y que nunca tu llamada será puesta en espera ni tendrás ningún problema en encontrar plazas en el último Binter. Todo ello desaparecerá desde el preciso momento en que el poder te abandone y por eso, muchos quieren seguir contando aunque sea como directivo de un equipo de fútbol o consejero delegado de alguna empresa. Los más valientes y honestos se enfrentarán a sus antiguas vidas con el coraje necesario para mirarse de nuevo, sin asesores ni palmeros, al espejo.