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Antonio Plasencia – Por Luis Ortega

Las viejas amistades pierden las referencias de su inicio y, más allá de los azares personales o compartidos, se prolongan hasta donde la voluntad quiera. Cada vez que pase por la Plaza que, tras el Puerto, marca el eje de la Villa -y las mayúsculas tienen más fuerza que cualquier topónimo o adjetivo añadido- buscaré instintivamente su presencia, a la sombra del Laurel, ante un café animado entre habituales y, por la fuerza de la grata costumbre, arrimaré una silla a la tertulia de las novedades, que ahora siente su ausencia. Antonio Plasencia Trujillo (1932-2015), alcalde que fue de San Sebastián y presidente del Cabildo de La Gomera, consejero de la Junta de Canarias y, como decía con énfasis peculiar, dueño de sus ideas -versión insular del “pensador por cuenta propia” de Unamuno- está en la historia, no sólo por el ejercicio digno y entusiasta de sus cargos sino, y ese es su valor primordial, por la cantidad y calidad de la ilusión que puso en su desempeño. Pertenece a la pequeña legión de periféricos que, con tino, elegancia, humor y correa, pasan de “las riñas de gallos en las que ninguno gana” y que, con más generosidad de lo previsible, enseñan, día a día, la suma de siete. Mi amigo Lito no fue, no es, para su bien y el nuestro, “un tribuno al uso”; tiene un vasto horizonte de gustos y curiosidades y un equipaje cultural demasiado amplio para caer en vulgaridades; y, para evitar equívocos, previos o postreros, una sinceridad rotunda, insobornable, políticamente incorrecta y humanamente impecable, que acompaña de gestos expresivos que revelan sus estados de ánimo. En los acuerdos y disidencias, “ya fueran por el arte o por la vida”, fue el ameno conversador que, como tú, pierde -o acaso gana- el sentido del tiempo. Hubo coincidencias y saludos fortuitos, con proyectos y citas para mejor ocasión, y un último encuentro sosegado en la Avenida Marítima, ante el océano ruidoso y con el contrapunto palmero de su esposa Carmen Rosa Arozena. Entonces, por la inercia de la relación o tal vez por cierto impulso premonitorio, recogimos los hilos diversos de la madeja de la memoria, de los afectos comunes y de las cuestiones pendientes y, como tantas veces, volvimos al punto de partida; en el trayecto, no dejó de sorprenderme, tanto por la permanencia de sus criterios como por la inteligente evolución que cualifica a las personas que merecen la pena. ¿Dónde y cuándo empezó la amistad? No interesa la respuesta porque sé que la amistad no termina.