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Inevitable – Por Ana Martín

Cuando se oye hablar de alzhéimer, cuando se escribe sobre la enfermedad, que ya es pandemia, casi nunca se puede evitar caer -yo misma lo he hecho- en el lugar común de llamarlo “el ladrón de recuerdos”. Solo la gente que lo ha vivido sabe que es algo mucho más terrible, mucho más devastador que la pérdida de memoria, con todo lo espantoso que es no reconocer a quienes han sido todo en tu vida. No tener una cara amiga en la que encontrar respuesta a tus demandas o un brazo conocido al que asirte cuando llega el miedo. Eso bastaría para escribir una novela de terror psicológico, atenazante y cruel, que nos dejara sin aliento. Y, sin embargo, lo trágico, lo verdaderamente sobrecogedor de la enfermedad, es difícil de explicar de manera sencilla, encerrándolo en un tópico, reduciéndolo a unas cuantas palabras truculentas.

El alzhéimer, la mayoría de las demencias, tejen una macabra red de situaciones aterradoras que siempre varían de una persona a otra, de una familia a otra y de la que es imposible escapar. Tanto, que hay días en que no quieres abrir los ojos porque sabes que es entonces cuando comienza tu pesadilla. Horrores cotidianos que van desde los intentos de suicidio y otras conductas autolesivas a las agresiones a quienes más se quiere, pasando por las desapariciones, las llamadas “conductas deambulatorias” o los brotes psicóticos. Hay quien deja de hablar y de comer de inmediato. Hay quien se golpea contra las paredes. Hay quien pierde el pudor. Hay quien se tira al suelo y se niega a levantarse. Hay quien no se da cuenta de nada y quien pregunta, continuamente, qué le está pasando, por qué su cabeza “está oscura”.

Créanme que es la primera vez, en quince años, que me enfrento al abismo de escribir sobre un tema que me toca tan de cerca. A mi padre, un hombre culto, listo, atractivo y bondadoso, se le cruzó en el camino una demencia prematura, antes de cumplir los 56 años. De nada sirvió que no hubiera antecedentes en su familia -su madre murió lúcida y nonagenaria-, que su mente estuviera siempre activa y que llevara una vida sana, sin excesos, casi monacal. De nada sirvió que nos negáramos a la evidencia, que chilláramos, lloráramos, pataleáramos o maldijéramos. La mancha de su cerebro siguió su curso inexorable, arrasándolo todo a su paso, privándolo de la capacidad de recordar, leer, reconocer, caminar, en un lento rosario de pérdidas que dura ya tres lustros, mucho, demasiado tiempo, y que por delante se ha llevado al hombre que fue, mi fe en lo divino -que, a decir verdad, nunca fue muy sólida-, la salud de mi madre, la tranquilidad de mi hermana y mi manera de vivir, hasta entonces despreocupada y egoísta. No puedo decir, porque no sería sincera, que la demencia de mi padre nos haya traído nada bueno. A veces nos miran como a heroínas, porque aún sonreímos, porque no nos hemos instalado en el papel de víctimas que tan cómodo le resulta a mucha gente. Porque nos hemos ido, simplemente, adaptando a lo que se nos iba presentando en el camino, que siempre era duro y amargo y devastador. Inevitable. No hay heroicidad alguna en el amor, en la entrega. Hay momentos en que querrías huir y otros muchos en los que te gustaría no estar para nadie. Es un duelo repetido cada vez que te despiertas y ves marchar, sin que puedas despedirte, una parte de la persona que un día te guió los pasos.

Toda esta reflexión, que a ustedes puede no servirles de nada, y no los culparé por ello, viene al caso porque esta mañana, justo a mi lado, unos jóvenes estaban haciendo una serie de chistes encadenados sobre el despiste, la pérdida de memoria, el olvido y, cómo no, el alzhéimer. Inevitable. No me enfadé, no crean. A pesar de que el hombre que hoy lo ha perdido todo me enseñó a no reírme de las enfermedades o carencias ajenas, no me ofende que se bromee sobre este asunto en concreto. De alguna manera habremos de conjurar nuestros miedos en esta sociedad que tan perdidos nos tiene. Pero sí supe, al instante, que había llegado el momento de poner en palabras lo que tantas veces me ha atenazado la garganta. Entendí que hoy, contarles esto era inevitable.

@anamartincoello