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Josephine Baker – Por Luis Ortega

En los veranos de vendimia y autoestop, París bien valía -lo valdrá siempre- un esfuerzo pero, a falta de dinero para acudir a los espectáculos y de tiempo para superar las colas de los museos, nos conformamos con comprar afiches y reproducciones para recordar cuan cerca estuvimos de las maravillas. De esa época traje metralla del Mayo Francés -panfletos, pegatinas, libros baratos- y pósters de la Piaf y de Josèphine Baker (1906-1975), ésta con los pechos al aire y la falda de dieciséis plátanos, la imagen con la que escandalizó, conquistó y colonizó a la Europa de entreguerras. Falleció el 12 de abril del año en que acabó la dictadura -la Academia de la Historia, tras mucho debate, reconoció el hecho y admitió el término- y por un documental de la Ortf, con radiante capacidad crítica, amplié el radio de la admiración de la reina de la revista a la persona grande en valor e inmensa en generosidad. Se cumplieron pues cuarenta años de su muerte a causa de un derrame cerebral y, sólo unos días antes, había hecho unas declaraciones lúcidas y rotundas. “Las almas -dijo la cantante de Missouri que implantó el charleston en la Ciudad de la Luz- son las grandes damnificadas en los tiempos de crisis; las economías se recuperan, las ciudades crecen pero…¿y las almas?”. Padeció el hambre y el abandono paterno, las vejaciones y abusos de los blancos y sólo el jazz la libró de la miseria; cambió de continente en 1925 y luchó, “como el mejor europeo”, contra el nazismo, desde la Resistencia y en los escenarios posibles; vivió días de gloria y tristeza, amores y desamores, cuatro matrimonios y un cariño verdadero (Jo Bouillón que la secundó en su filantropía), creó su Rainbow Tribe, formada por doce huérfanos de todos los continentes a los que quiso y atendió como verdaderos hijos; sufrió la lenta agonía del music-hall y la ruina personal, perdió el castillo donde vivía con su numerosa prole y resistió con dignidad extraordinaria, y la ayuda de una bella compatriota -Grace Kelly, que reinaba en un mínimo país de opereta- hasta la recuperación triunfal de un género en el que, con su voz inconfundible y aún bailando “como un mono”, como decía y le decían, fue la número uno, la estrella indiscutible. No llegó a disfrutar de las mieles tardías; la muerte la sorprendió recién cumplidos los sesenta y nueve años y Francia la despidió con los máximos honores y todo el público, que no pudo aplaudir su vuelta al trono ni apoyar sus sueños pendientes, la despidió por las calles y en el funeral en la Eglise de la Madeleine.