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Peculiaridades y limitaciones – Por Juan Hernández Bravo de Laguna

Una de las características más importantes de la época actual es el extraordinario desarrollo experimentado por la tecnología de las comunicaciones. Cualquier suceso que ocurra en cualquier lugar del mundo es inmediatamente conocido -y comentado- en todas partes, y la proliferación de las redes sociales, de los llamados blogs y de avanzados sistemas de telefonía han arrebatado a los periodistas -más exactamente, a los dueños de los medios de comunicación- el monopolio informativo que hasta hace poco retenían. Porque hasta el advenimiento de las redes sociales, de los blogs y demás, el común de los ciudadanos no tenía instrumentos para hacer efectivo un derecho a la información que teóricamente -y solo teóricamente- era patrimonio de todos. A pesar de ello, muchos periodistas han pasado de ser profesionales de la información a profesionales de la opinión -y de la opinión partidista-, porque, salvo excepciones, copan los foros y las tertulias de radio y televisión, en los que los no periodistas ocupan, en el mejor de los casos, posiciones secundarias y eventuales.

Pues bien, lo paradójico es que, a pesar de esa inmediatez informativa y de esa extensión universal del derecho a la información, cada vez estamos peor informados o, lo que es aún peor, sometidos a la nefasta influencia de falsas informaciones y de noticias contradictorias propagadas por periodistas desinformados y por tertulianos vociferantes y sectarios; falsas informaciones y noticias contradictorias producto de espurios intereses políticos y partidistas, económicos o de cualquier otra índole. De modo que el ciudadano interesado tiene que reunir todas las informaciones de todos los medios, compararlas entre sí para intentar separar lo falso de lo verdadero, y recomponer una especie de rompecabezas en el que se encuentre algo parecido -o aproximado- a la verdad. Todo esto hemos tenido que soportar en el disparate informativo que ha supuesto el accidente -provocado por el copiloto suicida- de un avión de la compañía Germanwings, filial de Lufthansa, en los Alpes franceses; un accidente en el que, por desgracia, no hubo supervivientes. Las excepciones han residido en la credibilidad y la transparencia de las informaciones transmitidas por los fiscales de Marsella y de Düsseldorf, encargados de los aspectos jurídicos del caso. Asusta pensar en lo que hubiera sucedido con este asunto en manos de un juez estrella español. La primera consecuencia, evidente y obvia, del accidente es la constatación de la ausencia de control y del adecuado seguimiento de la compañía aérea alemana sobre las circunstancias médicas de sus pilotos. Y un ocultamiento sistemático de sus problemas -incluso mentales- y disfunciones existenciales.

Ocultamiento sistemático que llegó al paroxismo con las primeras declaraciones del presidente de Lufthansa, después rectificadas, en el sentido de que el copiloto no tenía “ninguna peculiaridad o limitación” que le impidiera volar. ¡Pues si llega a tener! Ahora se ha sabido que la escuela de pilotos informó a la compañía en 2009 de que sufría depresiones severas y últimamente había superado un episodio grave de depresión; y también que no logró aprobar un curso de pilotaje en Estados Unidos, en donde solo obtuvo un título de piloto privado, no apto para el transporte comercial de pasajeros. A pesar de ello, alcanzó su titulación en la escuela de pilotos de Lufthansa y voló varios años con su filial. En la línea de falta de control de las compañías sobre sus pilotos, en estos días se ha sabido que un copiloto de Air India agredió a su comandante poco antes del despegue cuando le ordenó que anotara la información del vuelo, y que, a pesar de ello, el vuelo tuvo lugar. Y que no es la primera vez que ese copiloto causa problemas. ¿Solo una cuestión de castas, como se ha dicho? Se ha sabido además que, ante la falta de pilotos, las autoridades aeronáuticas europeas hace años que rebajaron los requisitos y las horas de vuelo exigidas para los copilotos. Y que en Europa desde 2011 los pilotos no pasan exámenes o revisiones psiquiátricas o psicológicas.

Otra cuestión que se ha debatido en relación con este lamentable caso es el derecho a la confidencialidad de los datos médicos. El trabajador recibe la baja médica y queda a su cargo comunicarlo a su empresa. El copiloto estaba recibiendo tratamiento psiquiátrico por tendencias suicidas y depresión severa, y tomaba antidepresivos, tranquilizantes y otros medicamentos, que se han encontrado en el registro de su casa. Sin embargo, ocultó sistemáticamente a su compañía sus problemas mentales y rompió las bajas, que asimismo se encontraron en su domicilio. Parece de sentido común que el derecho a la vida de las posibles víctimas prima sobre el derecho a la confidencialidad médica, y, por consiguiente, que en determinadas profesiones, como cirujanos o pilotos, los servicios médicos deben informar directamente a la empresa de lo que sucede, sin depender de la voluntad del afectado.
El copiloto sufría peculiaridades y limitaciones muy graves que le impedían volar: sus víctimas las pagaron con su vida. Después de la tragedia, los ciudadanos hemos sufrido peculiaridades y limitaciones en la información, en la gestión y en las leyes. Y, a lo peor, nadie pone remedio a que en el futuro suframos más peculiaridades y limitaciones.