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Listas electorales – Por Juan Hernández Bravo de Laguna

La triple convocatoria electoral de hoy, las pasadas elecciones al Parlamento Europeo y las elecciones generales de término de la Legislatura que nos esperan a final de año han traído de nuevo a la actualidad el debate respecto a las virtudes y no virtudes de las famosas listas electorales abiertas. Pero, sobre todo, nos han permitido comprobar, una vez más, que la inmensa mayoría de los partidarios de estas listas no saben lo que son y las confunden con las elecciones primarias. Y esto ocurre desde hace unos años, cuando empezó la moda de propugnar las listas abiertas como remedio universal democrático. Multitud de políticos y periodistas inciden a diario en el mismo error. Siempre me han sorprendido las afirmaciones -sin base alguna- de los defensores de las listas abiertas, en el sentido de que estas listas supuestamente doblegan el poder de las organizaciones partidistas y sus dirigentes, y conceden una enorme capacidad decisoria a los electores. Se ha llegado a sostener que tales listas son el requisito indispensable de una auténtica democracia participativa y la solución a los males de la democracia española. ¿Tienen algún fundamento estas afirmaciones?

Pues no, no lo tienen. Pero vayamos por orden. ¿Qué son las listas abiertas? A diferencia de las listas cerradas, las listas abiertas permiten -se limitan a permitir- que un elector vote al mismo tiempo por candidatos de partidos distintos, que van juntos en la misma papeleta. Esta posibilidad implica que el elector puede elegir entre los candidatos del mismo partido, votando por unos y no votando por otros. Ya votamos así para el Senado, y así volveremos a votar para la Cámara Alta dentro de unos meses. Una opción intermedia son las listas cerradas no bloqueadas, que no utilizamos en España, en las que el elector puede cambiar o modificar el orden en el que figuran una parte de los candidatos. Aunque en la realidad la mayoría no lo hace, supongamos que los electores mezclan su voto y votan simultáneamente a candidatos de partidos distintos. Lo único que conseguirán es contribuir a elegir a candidatos con programas distintos, candidatos que, una vez elegidos, votarán de manera idéntica que sus compañeros de partido, porque estarán sometidos del mismo modo a una rígida disciplina de voto y de instrucciones partidistas vinculantes. Es decir, el elector habrá elegido simultánea -y contradictoriamente- dos programas electorales diferentes y aún opuestos, que después se enfrentarán irreductiblemente en el Parlamento. Igual que lo harán los candidatos que ese elector ha votado. ¿Tiene todo esto alguna virtud de regeneración democrática y participación política? ¿La dinámica política y partidista del Senado es diferente a la del Congreso de los Diputados? ¿No existe la misma disciplina de voto en ambas Cámaras a pesar de las listas abiertas? Hemos de tener en cuenta que suprimir la disciplina de voto no es una opción en una forma de gobierno como la española, parlamentaria o de división flexible de poderes, como tampoco lo es en los Estados de nuestro entorno, porque haría inviable el funcionamiento del sistema. Y la situación en las Asambleas legislativas autonómicas y las Corporaciones Locales es exactamente la misma.

En resumen, no parece que las listas abiertas sean el bálsamo de Fierabrás democrático y participativo que sus partidarios proclaman si base alguna. Esta lamentable situación ha dado origen, por ejemplo, a la cristalización de lugares comunes en la crítica a la democracia española no solo sin ninguna base técnica, sino contrarios a ella. Por citar algunos, todo opinante o tertuliano político español que se precie debe criticar la fórmula electoral de d’Hondt, reclamar las listas abiertas y atribuirles, respectivamente, efectos perversos y taumatúrgicos. Aunque luego descubramos que los que así opinan ni siquiera tienen claro los conceptos de lo que hablan o los confunden con otros. El pobre Víctor d’Hondt se alarmaría muchísimo si llegara a saber que a su modesta fórmula electoral de transformación del sufragio en escaños se le llama “ley” y se le atribuyen consecuencias disparatadas. Lo único que se consigue con todo esto es que la ciudadanía llegue a no entender nada y se desinterese por completo de la actividad política.
Ahora bien, estas opiniones erróneas sobre las listas abiertas responden a un legítimo deseo mal formulado: el deseo de que la política deje de ser un coto cerrado de los partidos políticos y sus oligarquías dirigentes, y permita la efectiva participación de los ciudadanos, más allá de ir a votar, como todos debemos hacer hoy. En la actualidad es impensable una política digna de ese nombre sin partidos -encubiertos o no- y, desde luego, una democracia sin ellos: los partidos son funcionalmente imprescindibles para los sistemas políticos democráticos. No obstante, al mismo tiempo, su existencia y actuación política pueden poner -y de hecho ponen- a toda democracia en peligro. Esta paradójica contradicción dista mucho de estar resuelta. Y, por el bien de nuestra democracia, los españoles deberíamos intentar avanzar en su solución. Los partidarios de las listas abiertas defienden algo que, a veces, ni ellos mismos saben lo que es. Pero que es fundamental para nuestro futuro democrático.