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Lo que quiere la gente – Por Juan Luis Calero

Las generalizaciones son arriesgadas cuando hablamos de pueblo, nación o comunidad autónoma, al ser todas estas asignaciones difíciles de atrapar, como pasa también con el reiterado asunto de la gente. Lo que, a bote pronto, llamamos mi gente, nuestra gente, lo nuestro, está en boca de todos cuando queremos endosar alguna crítica a bulto a una determinada situación. Y este uso indebido de la gente, en concreto, todavía aparece más claro en los que se etiquetan a sí mismos como portadores de lo que quiere la masa y lo hacen sin cortarse un pelo. Para algunos lumbreras creerse, en la más estricta intimidad, dotado de ciertas habilidades adivinadoras les hace programar a golpe de tecla fiestas, saraos, romerías, despedidas de solteros, conciertos y parrillas televisivas que, supuestamente, gustan a todo el mundo, a la gente. Por ejemplo, un candidato a la alcaldía de Las Palmas -no sé quién es porque estaba confundido en medio de la gente- centra gran parte su discurso seductor en establecer con gran alegría y como promesa electoral una fiesta de la máscara que se salta todos los calendarios establecidos en esta parte del mundo; porque lo que la gente quiere, según este concejal, es fiesta sin tino. Como ven, este saber lo que la gente quiere se destapa, de vez en cuando, desde las esferas públicas para sugerir sin que les tiemble la voz que lo que quiere la gente es más carnaval, más marcha, disfraces, carrozas, pregones alegóricos y bacanales con la peluca torcida por la madrugada. De día y de noche. A toda hora. Un carnaval interminable que empiece con la llegada de las pardelas cenicientas desde el horizonte de los atunes y que termine bien entrado el mes de agosto, cuando la gente, siempre la gente, se acerque a las orillas con el bronceador. Y todo este lío es porque asocian el carnaval con el resultado electoral, las meteduras de patas en tiempo dionisíaco con los raquíticos resultados que puedan darse a pie de urna. Esto de la gente tiene mucho peligro, es un concepto tambaleante, difícil de atrapar con los dedos del lenguaje cotidiano, porque es un término tan amplio como inabarcable, un concepto que encierra y da pistas de las ansias que consumen a más de uno de querer meter a todos en el mismo camión, sin una mínima posibilidad de pasar olímpicamente de las convocatorias masivas, llegado el caso. “En un sentido hay cosas que existen solo porque creemos que existen. Estoy pensando en cosas como el dinero, la propiedad, los gobiernos y los matrimonios”, apunta John R. Searle en su obra La construcción de la realidad social, y habría que añadir a esa gente que imaginan como destinataria de diversos productos de desecho que cuelgan en diversos territorios. Por tanto, habría que elevar de categoría a la gente y pensar en individualidades que no desean ser incluidos en una masa de perezosos que no tienen remedio porque “hay palabras, símbolos u otros mecanismos convencionales que significan o expresan algo, o representan o simbolizan algo que está más allá de ellos mismos, y lo hacen de un modo que es públicamente compresible”, como bien afirma Searle en la obra mencionada.