Maldad cotidiana

maldad cotidiana

LOLA SERRANO-NIZA/ ILUSTRACIÓN: VÍCTOR JAUBERT

En la improvisada tertulia del café de la mañana, María, mi amiga y, además, investigadora de la Universidad de La Laguna, hacía un análisis más que lúcido de la diferencia que hay entre la locura y la maldad. La piedra diferencia, según su razonamiento, sería la cuidada y estructurada planificación del acto en sí de la segunda, frente a la improvisación característica de la primera.

Esta conversación tan sesuda como temprana venía al caso en relación al desgraciado accidente de avión de la compañía aérea Germanwings. El  que nos conmovió el 24 de marzo para consternarnos dos días después cuando se supo que fue el copiloto quien había empujado a la muerte  a ciento cincuenta personas. ¿Loco o malvado? He aquí la cuestión.

La cuestión es, si ante hechos como este, tendemos a consolarnos con una única explicación: “es locura“, ya que así podemos sumergirnos en esa dulce tranquilidad emanada de creer que estamos capacitados para ejercer el control en nuestro entorno.

Por el contrario, si eliminamos el factor locura, entonces aparece otra cuestión: ¿es posible aceptar que un ser humano albergue una maldad así de descabellada y desnuda?

Y de existir la maldad de esta forma, no se preguntarían ustedes si se nace con ella o, si por el contrario, “se hace”. Algo así como lo que trató de explicar Simon de Beauvoir en su obra El Segundo sexo publicada en 1949. Ella exponía que todas esas “particularidades” con que se describían a las mujeres, no les venían dadas por el hecho biológico de ser mujer sino que procedían del modo en que se educa a las mujeres en la sociedad. Todo esto resumido en una frase: No se nace mujer, llega una a serlo.

Pues miren, en mi opinión, la opción de nacer con maldad, conlleva poner cierta esperanza en la ciencia. Se podría aspirar a que la ingeniería genética hiciera su trabajo y, quizás, con algo más de inversión en I+D,  se lograra aislar el gen que produce “la sustancia” e impedir su herencia.

En cambio, la opción de que la maldad no pueda ser aislada en la cadena del ADN,  nos abandona a la única vía de solución: la educación. Conseguir que las personas no se hagan malvadas es ya trabajo de toda la sociedad. Un trabajo arduo y un reto a mantener durante generaciones hasta lograr cambiar las cloacas por las que parecen discurrir algunos seres humanos.

Así las cosas, llego a la conclusión de que existe una maldad del día a día a  la que con dificultad se le pone uno u otro calificativo que edulcora el amargo sabor que deja. Hablo de esa maldad ejercida en el patio del colegio, entre colegas de la empresa, entre quienes dijeron, alguna vez, serte leal sin límites. Me refiero a la maldad que marcó en este país un lunes negro, el 30 de marzo, cuando todavía andábamos consternados con la locura y/o maldad del piloto suicida. Ese día en el que sus respectivos asesinos se llevaron por delante a tres mujeres y dos menores. La maldad que -disculpen señores pero hasta ahora es así- ejercen en mayoría absoluta los hombres. Aquellos que matan a quienes fueron,  o son,  sus parejas y, ya de paso, por si el dolor no era poco, matan a sus propios hijos e hijas.

A esto cómo lo llamamos: violencia de género, arranque de locura o quizás, se debería empezar a nombrar las cosas correctamente y ubicarlo en el concepto de maldad cotidiana.