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Manuel Molina – Por Luis Ortega

Desde su presentación con Nuevo día, y durante veinte años, Lole y Manuel entraron y triunfaron en el río del flamenco, tanto por la singularidad de la cantaora -la voz prodigiosa de aquellas décadas- como por el talento del guitarrista que, además de aprovechar el sentimiento de su compañera, devolvió la pureza de los palos con el rescate de letras antiguas y la adición de otras nuevas que, con la herencia del mayo francés, pusieron de moda la paz, el amor y las flores. Dolores Montoya Rodríguez (1954) y Manuel Molina Jiménez (1948-2015) fueron matrimonio y pareja artística hasta 1995 y, luego de andar juntos, hicieron vidas y carreras separadas, con discreción personal y éxitos puntuales; ella con ensayos y querencias de música andalusí; él como guitarrista excepcional y, por supuesto, comprometido siempre con la renovación artística que emprendió en 1972, con inspiración y valentía para los nuevos públicos que llegaron con la caída del régimen.

Murió el Tío Manuel (1948-2015), que se había ganado el título de respeto, “por artista y por persona”, y se juntaron sus viudas, la primera y Lola Rodríguez, madre de su hijo Manuel, que apuntó con entereza que “murió en su casa y en su cama, como buen gitano”; y Rosario Montoya, la Farruca, “porque era el patriarca de los Farruco, de los gitanos y payos a los que conquistó con su duende”; y Antonio Cortés, Chiquetete, con quien pasó las mocedades; y Dolores Rodríguez, su primera suegra, deshecha en llanto; y cuantos lo trataron en Triana, “la patria que no fue la Ceuta de su nacimiento”, y San Juan de Aznalfarache, su última residencia. En el teatro del pueblecito, a la vera del Guadalquivir, Lole y Alba Molina, madre e hija, vestidas de blanco y alzadas sobre la gravedad del velatorio, cantaron Romero verde, proclama y piropo fijos en los recitales en teatros y universidades españolas, cuando impulsaron la revolución poética del género, con una limpieza antigua y una sensibilidad exquisita que, más tarde, conquistó para su causa a gentes asombradas de medio mundo. Desde ya, las cenizas de Manuel viajan y descansan por el río que parte y une a Sevilla -la Sevilla única y sin adjetivos, tal como la pintó Machado- y en la bahía de Algeciras donde se localizaron, antes de la emigración hacia cualquier parte, sus ancestros; cenizas mecidas para siempre por el latido étnico de una guitarra y una voz cálida y clara como el agua que canta “a la flor del romero / romero verde / a la luna me subo / sólo por verte; vente conmigo, niño, por el romero en flor…”.