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Un niño en la maleta – Por Ana Martín

Un niño en una maleta es un fracaso colectivo. Es una bofetada en la cara del Occidente bien alimentado, del Estado del Bienestar, de los objetivos de déficit, de las soflamas del euro, de eso que tan pomposamente llamamos el mundo desarrollado.

Un niño en una maleta es una aberración, un acto contra natura, contra la existencia misma. Es el grito desgarrado de auxilio de esa parte desheredada del mundo, que clama desesperadamente a esta otra parte despreocupada, gastadora, nueva rica y egoísta, que cree que la pobreza es un bolso barato, unos zapatos malos, y no repara –no tiene tiempo, ni ganas– en que la miseria más grande que uno pueda imaginar es un niño en una maleta.
Un niño en una maleta es, más que un acto criminal, un alarido de desesperación urgente, que, aunque existan las leyes para cumplirlas, no merece ni puede ser juzgado como se juzgan las cosas en el lugar donde el agua sale de un chorro, como por arte de magia, ni por hombres y mujeres cuyos hijos saben lo que es ir al colegio, comer cada día y dormir en una cama caliente en invierno y fresca en verano.

Un niño en una maleta es, seguro, muchas noches en vela de una madre que piensa cómo se las va a hacer para alimentarlo al día siguiente, para darle un futuro lejos de la aldea, para alejarlo de la enfermedad, que es la muerte segura, de la desnutrición, de la esclavitud, de la guerra…
Un niño en una maleta no es el inicio de un cuento de realismo mágico, no es una licencia poética que trae la que escribe hasta aquí para epatar o causar sorpresa, para generar morbo. No es una adivinanza, ni un subterfugio. Es, al contrario, una dolorosa certeza de lo mal que lo hemos hecho todo.
Un niño en una maleta fue encontrado el jueves pasado en el paso fronterizo de Tarajal, intentando entrar a España a través de Ceuta. Lo llevaba, como equipaje una mujer de 19 años que no era su madre. La maleta era grande, tanto como para contener, en posición fetal, a un niño de 8 años que, sin embargo, podía haber muerto en el intento y que llegó ya en muy mal estado. La Guardia Civil se dio cuenta de que la joven no quería pasar por el punto establecido para el control, así que los agentes sospecharon, temiendo que transportase alguna mercancía ilegal o algún tipo de droga. Pero cuando la vigilaron y la obligaron a pasar por un escáner, entonces se descubrió la tragedia: llevaba un niño en una maleta.

Hasta a ellos, acostumbrados a mirar de cerca a la desesperación, se les heló, entonces, la sangre. Hasta ese momento habían visto a hombres y mujeres esconderse en los bajos de camiones, o dentro, sepultados entre mercancía tan variopinta como bloques o chatarra. Nunca algo tan duro.
Horas más tarde, también en los controles fronterizos, apareció el padre del niño, ciudadano de Costa de Marfil, con permiso de residencia en Las Palmas, que, esperando encontrarlo sano y salvo, se derrumbó cuando le enseñaron una foto del pequeño y declaró que su intención solo era “llevarlo conmigo a Canarias”.

Ya ven, el paraíso nos llaman algunos.

Antes de jugárselo todo a esta carta trágica, el padre había solicitado la reagrupación familiar, que le fue denegada.

La mujer y el hombre están, ahora, en prisión, acusados de tráfico de personas y se está esperando para hacer unas pruebas de ADN que determinen si, efectivamente, es cierta la filiación.

Mientras, Adou, que así se llama el niño, ahora no es de nadie. Está bajo tutela de los servicios de atención al menor de Ceuta. Lejos de su padre. Lejos de Costa de Marfil. Lejos de todo.

Y no puede una evitar pensar en qué más tiene que pasar, que pasarnos por delante, cuántos niños en una maleta tienen que llegar hasta los ojos ciegos de esta vieja Europa, insensible y de vuelta de todo, para que se tome conciencia del enorme naufragio moral, del terror irreversible y traumático, del mundo descabalado y enfermo que encierra un niño en una maleta.
@anamartincoello