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El Rocío – Por Andrés Chaves

1. Yo no aguanto mucho en los sitios. Me canso y me voy. En El Rocío, donde me han invitado, estuve un par de horas. Entré a la ermita, vi a la Virgen, me tomé una manzanilla, di una vuelta por la aldea que depende administrativamente de Almonte y me fui, antes de que llegaran los famosos y los caballos enjaezados de la cofradía almonteña, a los que sí contemplé bajando por el margen polvoriento de la carretera, y las carretas engalanadas. Yo soy un descreído y nada mitómano. Nunca lo fui, ni cuando tenía que ser mitómano por causa de los años. Pero El Rocío, que linda con una de las lagunas de Doñana, a un tiro de piedra de la estación veraniega de Matalascañas, tiene para los fans de su Blanca Paloma mucho de mágico. Incluso un papa, Juan Pablo II, estuvo por allí, lo mismo que reyes y otras gentes de preponderancia mundial. Lo he leído en los mosaicos que informan desde sus paredes.

2. Es verdad lo que cuentan los cantores sobre el polvo del camino. Es una arenilla cojonera que se te mete por todas partes y te va picando en la piel. Por eso hay que ducharse nada más llegar. El Rocío es un santuario de fe para millones de personas, que peregrinan sin cesar a este rincón de Huelva, lleno de tradición y de fervor, y seguramente de otros polvos. El Rocío, además de un acto fervoroso, es una fiesta, a la que se apuntan pobres, ricos y caraduras. Aquí cabe todo el mundo, siempre que se acepten ciertas reglas y se respeten ciertos privilegios.

3. Ha sido una visita interesante. Hay que reconocer que la Virgen estaba guapa, con unas preciosas galas, bajo su retablo de oros y platas y telas y flores. Se iban encendiendo los cirios al caer la tarde y se iban llenando los cepillos y se entonaban sevillanas y fandangos y salves rocieras y aquello olía a incienso. Y sonreía aquella mujer sobre su trono de plata y bajo su palio precioso de granate y oro. La mejor esencia de El Rocío, en las vísperas de su fiesta que hoy y mañana llegará a su cénit y a su ocaso, casi al mismo tiempo.
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