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Vamos a contar – Por Juan Hernández Bravo de Laguna

Prosigue la lenta agonía de UPyD -el suicidio político de Rosa Díez-, cuyo penúltimo acto ha sido la expulsión del partido por su Consejo de Dirección de dos eurodiputados críticos con la líder -dos más, la mitad de los que tenía-, supuestamente “por desprestigiar al partido, a sus afiliados y a sus cargos públicos”. Según una nota oficial de la llamada formación magenta, los dos expulsados habrían participado en “reiterados actos de propaganda a favor de otro partido político”, en referencia a Ciudadanos. La expulsión se produce después de que el partido incoara un expediente sancionador contra los dos a principios de abril. De esta manera, tres de los primeros cinco miembros de la lista europea de UPyD ya no pertenecen a la formación de Díez once meses después de las elecciones. Mientras, continúa en este país la dinámica política y partidista de cambio, un cambio anunciado que se concreta en dos fuerzas políticas y sus respectivos líderes, Ciudadanos y Podemos, la primera en constante ascenso en intención de voto y en valoración de su líder, en detrimento de UPyD y del Partido Popular, y la segunda no tanto, porque su explosión inicial se ha frenado e, incluso, disminuido en determinados grupos sociales, temerosos al descubrir su verdadera naturaleza y principios. Todo esto supone un relevo generacional y un cambio de líderes, que también tendrá que afrontar el Partido Popular si el desastre electoral que le vaticinan las encuestas se hace finalmente realidad.

Los populares se temen lo peor, y su nerviosismo ha llevado a alguno de sus candidatos a focalizar sus miedos en Ciudadanos y a afirmar cosas tan políticamente impresentables -e inexactas- como que el triunfo de Albert Rivera significaría que los españoles seríamos gobernados desde Barcelona. Al mismo tiempo, la intranquilidad del partido ha llegado al Gobierno, y su consecuencia ha sido una prolongada serie de rectificaciones y de anulación de medidas polémicas tomadas durante la legislatura. La mayoría de estas rectificaciones y anulaciones, que descalifican a los populares y ponen de manifiesto su mala conciencia política, corresponden al Ministerio de Justicia, hasta el punto de que la labor del actual ministro, Rafael Catalá, ha consistido fundamentalmente en destruir la labor de su antecesor, el dimisionario Alberto Ruiz-Gallardón. Aunque es preciso reconocer que esa labor consistió en su mayor parte en una sucesión de disparates y medidas impopulares y perjudiciales para los ciudadanos, que parecían urdidas por un enemigo político y destinadas a hundir electoralmente al partido. Lo más relevante de este cambio de rumbo fue la renuncia a la reforma integral de la ley del aborto, prometida en el programa electoral. Otras renuncias y rectificaciones, por citar algunas a título de ejemplo, han sido el abandono por un año de la proyectada reforma del Registro Civil, que implicaba su gestión y control por los registradores de la propiedad y mercantiles (Mariano Rajoy es registrador), que accedían a controlar en la práctica todo o casi todo el tráfico jurídico; y la aprobación de un Real Decreto Ley que suprime las tasas judiciales de las personas físicas en todos los órdenes e instancias. Es evidente que las tasas limitaban el acceso de los ciudadanos a los tribunales y atentaban contra el ejercicio del derecho a la tutela judicial efectiva que consagra la Constitución. En definitiva, respondían a un burdo intento de solucionar por esa vía el retraso de los juzgados y la lentitud de la justicia española. La vocal socialista del Consejo General del Poder Judicial Margarita Robles ha afirmado que Ruiz-Gallardón es el peor ministro de Justicia de toda la historia española. No compartimos esa opinión de la antigua secretaria de Estado de Felipe González, porque en nuestra historia política encontramos ilustres y muy cualificados aspirantes a tal distinción. Pero si convendríamos en calificar al ex ministro como el peor ministro de Justicia de la democracia, a pesar de ser una calificación para la que existe una feroz competencia y candidatos con sobrados méritos.

Además de por estos renuncios y rectificaciones de final de mandato, el Gobierno popular se ha caracterizado a lo largo de toda la legislatura por la utilización política de organismos públicos no políticos como el Fiscal General del Estado y la Fiscalía Anticorrupción, y el propio Gobierno y el Ministerio de Hacienda han impartido instrucciones políticas a la Agencia Tributaria. Todo esto constituye una grave interferencia -una más- del poder político sobre ámbitos que le deberían estar vedados, si bien hemos de convenir en que es lo habitual en España desde que en 1982 el primer Gobierno socialista interpretó que ganar las elecciones y llegar al Gobierno significaba apoderarse del Estado y de todas sus instituciones. En eso los populares han sido idénticos e intercambiables con los socialistas.

El ministro de Justicia ha defendido que políticos imputados vayan en las listas electorales y el Consejo de Ministros ha aprobado un Proyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal que sustituye el término “imputado” por el de “investigado”. Así se nota menos, claro.

Una campaña electoral y unas elecciones a la española en las que todos vamos a contar. Leyendo los programas electorales, los ciudadanos vamos a contar mentiras. Y después, los partidos van a contar los votos. Porque les seguimos votando.