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Alguien llamado yo – Por Indra Kishinchand

La raíz de la verdadera revolución se halla en el miedo a perder lo que no se tiene. Quizás, pánico a malgastar lo que se posee y, aun así, se desconoce. Él vivía absorbido por la libertad a sabiendas de que un día le sería arrebatada. Estaba acomodado en una vida. Rodeado de admiradores incapaces de discutir sus argumentos. Recibía sonrisas a cambio de nada. Así era él, egoísta, egocéntrico, falso, socialmente inerte. Esa era su autodefinición; nadie coincidía con ella y, tal vez por esta razón, era la más acertada. Pensó en la revolución abstracta de las ausencias más absolutas, en aquellas luchas que reivindicaban todo lo que faltaba por construir. Echó de menos que las voces se alzaran a favor de lo que carecían otros. Aquel momento nunca llegó, a pesar de la espera.

Entonces decidió de manera firme e irrevocable que buscaría el modo de remediar los problemas de una sociedad ahogada por su propia angustia. La determinación estaba tomada desde el momento en el que se miró al espejo y no se reconoció. Tan solo fue capaz de ver tras de sí el rastro de quienes, años o minutos atrás, habían aplaudido hasta sus miedos. Se sabía un tipo lo suficientemente inteligente como para despreciar los halagos; también las críticas.

Y comenzó su revuelta. Demostró con el ejemplo que la verdadera revolución se halla en la valentía de apreciar todo lo que sí se tiene, todo de lo que necesariamente se carece. Agradeció la libertad y el cambio, la capacidad y la posibilidad de errar le había sido entregada en los inicios del levantamiento. La aprovechó hasta convertirse en el icono de la ironía, en la representación mundana del infierno más atormentado: la convivencia inevitable con alguien que se llamaba como él.