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Dos nalgadas – Por Ana Martín

Cuando mi abuela era viva le conté un día -malhaya mi imprudencia- que el FMI quería recortar las prestaciones a los viejos y retrasar la edad de jubilación, ante el peligro de que la gente viviera más de lo esperado. Y que, no contento con eso, también proponía soluciones de mercado para mitigar ese “peligro”. No le detallé, por no alterar su merecido descanso, su vida plácida, que lo que en realidad había dicho su presidenta, Christine Lagarde, era, textualmente, que “los ancianos viven demasiado, eso es un riesgo para la economía global, tenemos que hacer algo y hacerlo ya”. Se lo hice corto y sencillo porque ya tenía sus noventa y siete, y no me parecía bueno alterarla con estas ocurrencias de gente que quedaba muy lejos de su cuarto, su sillón reclinable, su tele y su latita llena de caramelos y frutos secos. De su felicidad.

La respuesta, sabia y directa, como todas las suyas, fue: “dos nalgadas bien dadas y se le acababa la bobería”. Para mi abuela, todo lo malo del mundo se habría podido evitar con dos nalgadas a tiempo. Desde la guerra eterna en Oriente Medio a las desigualdades del mundo. “La gente”, decía, “ya no tiene respeto por nada y, si eso es lo que han visto en la casa, es normal que hagan las ruindades que hacen. Como si ellos no fueran a ser viejos nunca… Una traquina y verías tú”. Y se murió, algunas semanas después de que yo le contara la barrabasada de la Lagarde, tal vez para no tener que ver más ignominias, ni más recortes en su ya exigua pensión. O quizás porque la asusté con el aquelarre gerontófobo que se avecinaba.

Así que a mí, mucho menos inocente que mi abuela, pero igualmente convencida de que lo que se tuerce de chico cuesta mucho enderezarlo, se me ha metido en la cabeza que la infancia de Christine Lagarde tuvo que haber sido triste y solitaria. La imagino apartada de sus compañeros de clase en su Lycée de La Havre, tal vez porque gustaba de no compartir con ellos bocadillos y deberes. La pienso en la adolescencia, en sus días en Estados Unidos, en la Holton-Arms School de Maryland, abandonada por algún noviete al que quería mucho y que prefirió a su amiga yanqui, más alta, más guapa, más desarrollada y con menos remilgos que ella para ir al autocine. La supongo en la Universidad de París X Nanterre en sus clases de Derecho, siempre taciturna y cercana a los profesores, queriéndose ganar su favor y sabiéndose envidiada por el resto de la clase, esos mediocres que nunca acabarían un máster en Ciencias Políticas, que nunca conseguirían, como ella, una pasantía en el Capitolio de los Estados Unidos.

Y todo este ejercicio de ficción, todo este cuento, me lo repito porque se me hace muy difícil pensar que una persona normal, con una existencia plena y feliz, disfrute reventándole la vida y las madres al resto de la humanidad.

El poder tiene esas cosas, es verdad. Empieza una pidiéndole a su asistente que le lime y le pinte las uñas de los pies y termina exigiendo a Europa que asfixie trabajadores, recorte derechos, vulnere los códigos de convivencia y le entregue la sangre de ciento veinte vírgenes y dos unicornios. En ese punto estamos. En ese punto está Lagarde, que más que la hija aplicada y brillante de dos respetables profesores universitarios parece, por sus usos despóticos contra el pueblo, descendiente directa de alguno de los luises absolutos que reinaron en Francia.

Así que, como tiene subordinados para ella y para cien, los manda a España, -bajo el revelador nombre de “misión”- y sus misioneros establecen y recomiendan lo de siempre, pero peor cada vez: subida del IVA y otros impuestos, más empleo precario, envuelto en el paquete venenoso de la reforma laboral y copago (requetepago, se llamaría a estas alturas) sanitario y educativo en las comunidades autónomas. Y eso, elevando sus previsiones de crecimiento hasta el 3,1 por ciento, que no se imagina una qué habrían pedido si esas mismas previsiones fueran del 2,9. Por ejemplo.

A Lagarde le queda poco ya que pedirnos. Pero no bajemos la guardia. Tenemos aún vástagos que entregarle, maridos que donarle, casas que regalarle y, mientras nos oiga respirar, todavía puede exigir a los que nos mandan que le enviemos nuestro oxígeno envasado en cajitas para alguna de esas terapias caras que imagino suele aplicarse y que, lo lamento, no consiguen rejuvenecerla. Se le ha puesto el alma vieja de tanto esfuerzo para llegar a la cima. O de los rayos UVA. No sé bien.

Siguiendo con su vida personal, que me apasiona, sepan ustedes que se cuenta que Christine Lagarde es de lo más estricta con su alimentación y no prueba el alcohol (dato que encuentro muy revelador). Pero igual esto último tampoco explica nada.

@anamartincoello