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El fin de una etapa – Por Leopoldo Fernández Cabeza de Vaca

Ahora sí; ahora ya puede visualizarse en toda su amplitud el cambio histórico que la España de pueblos y ciudades, sobre todo las más pobladas, experimenta tras las recientes elecciones y que en pocos días se ampliará a cabildos, diputaciones y gobiernos autonómicos, salvo los de Cataluña, País Vasco y Galicia, sujetos a su propio régimen electoral al igual que Andalucía. El vuelco político es de tal envergadura que, aunque el PP ganó los comicios del 24M -con el 26,93% de los votos logró 22.312 concejales-, se dejó por el camino las alcaldías de 20 capitales de provincia -ahora sólo mantiene 14, con Málaga como principal referente a la cabeza, por 17 el PSOE-, todas las mayorías absolutas de que disponía salvo en Ceuta, y 2,5 millones de votos en comparación con 2011. Los pactos de izquierda han llevado al poder municipal al PSOE y a marcas y franquicias de Podemos o de plataformas alternativas y grupos ciudadanos de unidad popular asimilados en su inmensa mayoría a la izquierda extrema, como en el caso de Madrid, Barcelona, Valencia, Zaragoza y La Coruña.

En medio de este panorama, que entregará luego al PSOE hasta seis comunidades autónomas que gobernaba el PP, Ciudadanos se ha dedicado a la práctica de componendas más o menos oportunistas, cerrando los ojos allí donde conviene -es el caso de Andalucía, que nada en la corrupción pero no impide a Albert Rivera dar apoyo a los socialistas mientras se lo niega a los populares en Murcia- como si quisiera quitarse de encima ese complejo que algunos de sus adversarios le atribuyen, el de ser la marca blanca del PP cuando, a juzgar por algunas de sus actuaciones, podría endosársele, en plan compensatorio, el de marca rosa del PSOE. Todo sea por superar los inverosímiles equilibrios que el dirigente catalán busca de cara a las elecciones generales de fin de año. No obstante, me parece de justicia valorar su contribución a la gobernabilidad de las corporaciones.

El batiburrillo político surgido de las elecciones del cambio para desalojar al PP de donde ocupe poder con la entusiasta colaboración de Pedro Sánchez, está por ver si aporta la coherencia que precisa la gobernación de las corporaciones locales, pero también el propio país, mirado estos días con lupa por el mercado y los grandes inversores tras el giro político electoral. Las altísimas tasas de paro, el progresivo empobrecimiento de la mayoría de las clases populares, la elevada deuda pública, el abuso insufrible de la cadena de impuestos y la pervivencia de rigideces normativas que traban la libre competencia y la creación de empresas no parece que puedan resolverse con medidas populistas y neocomunistas que han fracasado y que incorporan en sus programas varios de los partidos que acceden al poder.

Los riesgos del cambio

Al contrario, si se llevan a término algunas de las propuestas preparadas por aquellos a quienes Felipe González llama sutilmente “los monaguillos del chavismo”, en inequívoca referencia a Podemos y compañía, se entraría en un retroceso de proporciones incalculables, además de incumplir los compromisos internacionales adquiridos por España. Pretender la creación de bancas públicas regionales, impedir la aplicación de las leyes hipotecarias en los supuestos de desahucios y desalojos forzosos, remunicipalizar con funcionarios propios servicios públicos como cementerios, grúas, suministro de agua, recogida de residuos urbanos, jardinería y otros hoy privatizados y prestados en general con eficiencia y a menor costo, por no hablar de la supresión de conciertos educativos, el control de los horarios comerciales, etc., no deja de constituir un despropósito, un reflejo fiel de políticas trasnochadas que van contra los tiempos y contra las prácticas europeas comúnmente aceptadas.

En un entorno de crisis económica severa como el que vive el país, la estabilidad institucional, la seguridad jurídica y el refuerzo de cuantas medidas contribuyan a fortalecer la transparencia y erradicar la corrupción son garantía de progreso general, empezando por las corporaciones locales. Ha sido precisamente en los ayuntamientos donde la corrupción ha campado a sus anchas durante años ante los tres fenómenos que tan bien describe Zarzalejos en su Mañana será tarde: las mayorías absolutas, el relajo de los controles del Estado y la facilidad para manipular los asuntos urbanísticos. En lugar de que gobierne la lista más votada, como proponía el PP en su programa electoral tan incumplido, los pactos a tres y hasta a cuatro han sustituido a las mayorías absolutas y todo indica que se avecinan prácticas de diálogo permanente y transparencia para que las corporaciones -y también los gobiernos, a su nivel, y los políticos en general- ganen credibilidad y eficiencia.

El cambio político que llega gracias a las elecciones de mayo se ampliará con la constitución de las corporaciones insulares y provinciales y de los gobiernos autonómicos, que darán la puntilla al enorme poder municipal y regional que logró el PP en 2011. Como en los ayuntamientos, Ciudadanos y Podemos serán determinantes para la formación de los nuevos gobiernos y el consiguiente relevo de multitud de cargos públicos. Está por ver qué grado de influencia podrán ejercer los correspondientes cambios en las previstas elecciones generales. No es mucho el margen de tiempo disponible, aunque el Gobierno, en previsión de populismos desmadrados, tiene a su alcance un poderoso resorte de control: la Ley de Estabilidad Presupuestaria con la que intervenir si el funcionamiento financiero de una comunidad autónoma incumple el control del déficit público comprometido con la Unión Europea y el FMI.

Las culpas del PP

El PP ha sido víctima de sus propios errores. Con un presidente del partido y del Gobierno incapaz de conectar con el electorado -desde el inicio de su mandato ha sido siempre el último en valoración entre los líderes de las principales formaciones políticas- y con una corrupción que estalla a cada paso sin que se adviertan medidas radicales para cortarla de raíz, resulta muy difícil, por no decir imposible, convencer al país de la necesidad de algunas decisiones impopulares, en unos casos impuestas por las instituciones internacionales y nuestros socios europeos y en otros por la herencia del Ejecutivo de Zapatero, que dilapidó en dos años lamentables las bondades de la gestión anterior. A ojos extranjeros, Rajoy ha salvado a España de la intervención y la está sacando de la crisis; a los de los españoles, ha hundido al país y ha traído pobreza y pérdida de derechos. Entre ambos extremos se encuentra un presidente que, con todo el poder en sus manos merced a una confortable mayoría absoluta, estuvo frío y distante con su pueblo, sobre todo con los que más sufren, y no fue capaz de cumplir muchas de sus propias promesas electorales. Además, le faltó realismo -al fiarlo todo a la salida de la crisis, sin advertir que frente a la frialdad de las grandes cifras económicas está la cruda realidad de la economía doméstica y el paro-, coraje, empatía, determinación. No fue ese líder fuerte que exigen las circunstancias, sino un personaje timorato, antipático, inmóvil, sin madera de ganador. Con él, como diría José Manuel Soria, “hemos perdido la calle”.

Pese al revolcón electoral, inicialmente Rajoy dijo que no haría cambios en el partido ni en el Gobierno. Poco después rectificó e hizo concebir una mudanza profunda, pero hace unos días echó abajo esa perspectiva al señalar que algunos esperaban más de lo que estaba dispuesto a ofrecer. Así las cosas, o esos cambios son de calado en el PP y el Ejecutivo o el presidente puede darse por amortizado, y lo mismo su partido, ante las próximas elecciones. En todo caso, siete meses parece poco tiempo para relanzar al PP y a Rajoy. Los ciudadanos quieren ver promesas cumplidas, rostros, nuevas formas de ejercer el poder, una comunicación más cercana y creíble, explicaciones sistemáticas. No se puede dilapidar el patrimonio de un gran partido como ha hecho Rajoy y como ha empezado a practicar el bisoño Pedro Sánchez en el PSOE al abrazarse a la que con toda probabilidad será en las generales su bestia negra: la izquierda radical que tanto combatió para salvar la cara tras su clara derrota electoral en número de votos y que ahora va a tener en los municipios una plataforma de propaganda de primer nivel. Olvida el secretario general del PSOE la trayectoria de su formación política desde 1976 y el estrepitoso fracaso de Almunia cuando pactó con IU, y que la socialdemocracia, al margen de algún pacto puntual, ha ocupado siempre la centralidad del sistema. La misma que está perdiendo el PP, entre otras cosas, por su miopía extrema, su pésima política de comunicación y la soberbia de algunos de sus dirigentes.