NOMBRE Y APELLIDO

Juan de Zurbarán

En algunas ocasiones, la gloria paterna avala el futuro del hijo, sobre todo si elige el mismo oficio y aspira u ocupa el mismo cargo, sean cuales sean sus cualidades y méritos, por la exclusiva causa genética. En otras y, al margen de valores objetivos, la sombra del progenitor es tan decisiva que opaca las obras y afanes filiales. A medio camino de ambas situaciones se encuentra Juan de Zurbarán (1620-1649), nacido en Llerena, donde su padre, Francisco, tuvo casa y estudio; primero de sus discípulos conocidos, existen escasas noticias de su breve y apacible existencia en su pueblo; un matrimonio juvenil (1641) y sin descendencia con Mariana de Cuadros, hija de un próspero mercader, que falleció poco después, y sus continuos ensayos con las naturalezas muertas y las piezas del ajuar doméstico, a las que aportó sus influencias holandesas, napolitanas y boloñesas, escuelas donde creció este género que prendió en las clases acomodadas. Algunos críticos le asignan una destacada colaboración con su maestro (incluso en el archifamoso Bodegón con cacharros) y pese a la escasa obra documentada (lienzos conocidos en el Museu Nacional d’Art de Catalunya y el Art Institute of Chicago) figura entre los máximos representantes del Siglo de Oro español. Curiosamente ningún estudioso del maestro de Fuente de Cantos -que disputó la cumbre de la plástica barroca al mismísimo Diego de Silva Velázquez, su defensor más entusiasta y su mejor amigo- vincula al joven Juan a las series frailunas, angélicas y mitológicas que, con carácter casi industrial, salieron de su taller extremeño, donde laboraron meritorios y oficiales dignamente pagados para atender los rentables encargos de España y América. En la espléndida exposición montada en el Museo Thyssen Bornemisza ( la primera del siglo XXI), comisariada por Odelie Delenda y Mar Borovia se propone, a través de siete óleos, la visión del realismo humilde y cotidiano, sin trampa ni artificio, que propugnó el hijo en su breve carrera y cultivó el padre en su elogiada versatilidad; y, como contraste y complemento, el elogiado ascetismo que trascienden los monjes y los mártires, con la solidez del dibujo y el tratamiento escultórico de los hábitos, sin parangón posible en la Europa de su tiempo. Con cuadros de ambos que, hasta la fecha, no habían sido contemplados en España, y con sesenta y dos obras que resaltan la grandeza de la estética del XVII, la saga de Zurbarán recibió un homenaje que refresca las glorias de un genio y pone en valor los méritos poco divulgados de un creador fallecido antes de cumplir los 30 años.