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Juego de tronos – Por Juan Julio Fernández

Sorprende, siendo benevolente, que en España, con una destacada presencia en el mundo tenido por civilizado en tiempos históricos y actuales, sigamos traspasando las líneas rojas de una acracia que podría defenderse como rechazo a una servidumbre mansa y borreguil, pero que llevada a ciertos extremos llega a ser destructiva. Se oye, para justificar incluso un disparate, un desinhibido “estamos en democracia” que algunos aplican tanto para aceptar una pitada al himno nacional en nombre de la libertad de expresión como para entender la responsabilidad de los políticos como un juego de tronos, en el que sus protagonistas sobrevuelan un mundo de fantasías y ocurrencias sin poner los pies en el suelo.

Precisamente, en este juego de tronos enmarca El País la firma, en la Feria del Libro madrileña, del libro Por qué las cosas pueden ser diferentes. Reflexiones de una jueza, por su autora, Manuela Carmena, una seria aspirante -si no ha llegado ya a ser alcaldesa cuando estas líneas vean la luz- al puesto por Ahora Madrid, una de las marcas blancas de Podemos en las pasadas elecciones autonómicas y municipales. Sé algo de ella por su lucha por la democracia en momentos inciertos, por compartir despachos con los abogados laboralistas masacrados en Atocha, por su presencia en La Palma como jueza y, de rebote, por su matrimonio con Eduardo Leira, con una presencia activa en la Escuela de Arquitectura de Madrid cuando yo ya había abandonado sus aulas y andaba metido en las Juntas de Gobierno, tanto del colegio regional como del Consejo Superior. Y me dicen que en su entrada en la política activa tuvo mucho que ver la candidatura de Esperanza Aguirre, a la que considera en las antípodas políticas y de la que quedó a solo un concejal y a quien, ahora mismo, puede desbancar si cuenta con el apoyo del PSOE, con lo que la paranomasia Carmona-Carmena daría una vuelta a la presencia prolongada de los populares en la Alcaldía mayor del Reino. Pero aun caben giros inesperados en este juego de tronos en que nos empeñamos en convertir una práctica democrática tenida como normal en los países más avanzados, en los que predominan los partidarios de una sociedad competitiva con mayor o menor intervencionismo pero defensores, todos, de la economía de mercado -no del capitalismo salvaje- y refractarios a la sociedad igualitaria, por ser la competitiva -con los correspondientes correctivos para redistribuir las rentas- la que crea másigualdad y prosperidad. Nada nuevo. Abraham Lincoln lo vaticinó en su tiempo: no se puede crear prosperidad desalentando a la iniciativa propia, ni resolver los problemas gastando más de lo que se gana, ni ayudar a las personas realizando por ellas, permanentemente, lo que pueden y deben hacer por sí mismas, o sea, comer del pez pescado y no del que otros pescan.

Aquí -con excepciones- seguimos debatiendo con más superficialidad que eficacia el sexo de los ángeles y creamos problemas en lugar de resolverlos, mirando, impávidos frente al televisor, a otros lacerantes como el Mediterráneo convertido en cementerio; el sureste asiático rechazando barcos llenos de desesperados para que mueran en alta mar; el oriente medio destruido física y poblacionalmente con bombardeos y degüellos masivos y más muestras de barbarie. Y es en este oriente medio, nada lejano, donde llegan al máximo las diferencias sociales entre los miserables que abrazan el yihadismo y los sultanes más que feudales que utilizan el Corán como arma de poder y mientras construyen islas artificiales con hoteles de siete estrellas mandan a Europa, para que los atiendan, a los que ellos no quieren atender, con consignas de que no se integren, sino que, segregándose y reproduciéndose, intimiden a los que los reciben.

Queda por saber si los que en España invocan el radicalismo nos quieren convertir en un nuevo Dubái, si éste es el paraíso en este mundo. Y si una ciudadanía, resuelta y exigente, va a reclamar a los partidos políticos más transparencia, el cumplimiento de las promesas electorales y más seriedad. Lo que urge, como apostilló Antonio Garrigues Walker en una tercera de ABC bastante antes del 24-M, es “una básica armonía entre ideologías y programas” y menos juegos de tronos que, incluso y a veces, parecen juegos de cromos.