por qué no me callo

Las ‘reservas’de Anaga – Por Carmelo Rivero

En las rompientes del litoral de los Cancajos, aquí en La Palma, donde me encuentro, se produce el extraño contacto de la piedra y los labios del mar, como infería Agustín Espinosa; y ese contraste de pareceres de lo uno y lo otro, la roca y la ola que pule los bordes del acantilado, concluye en el chisporrotear de la espuma que se alza y cae en breves relinchos hasta quedar reducida a la nada. Una escena tan simple me trajo recuerdos de costa de Anaga, que el martes será declarada Reserva de la Biosfera, de la Unesco, por tierra y por mar. En los aliños de la niñez están los pasajes pueriles de esas travesuras del mar, que se comporta, en efecto, de un modo infantil cosquilleando la planta de los pies de las laderas, una ruindad que acaba siempre del mismo modo: cada uno por su lado. La biodiversidad de Anaga es mutua: terrestre y marina. De puertas adentro, detrás de las montañas, Anaga se retranca. Son gentes así, remetida y fantástica, como del legendarium de Tolkien. El aislamiento de esta cordillera, en su laberinto de curvas, a nadie le importaba, sino al que lo padecía. Al concejal del distrito lo recibían como un cónsul y recelaban de sus promesas improbables. La carretera tardó cien años. En las décadas de los 60 y 70 yo andaba por Afur, Almáciga y Taganana, y por Azano y La Fajaneta. En la plaza de Taganana, donde el cura de la iglesia de las Nieves, que data de la Conquista, custodiaba las históricas tablas de un tríptico flamenco del siglo XVI como el guardián de un tesoro incalculable, paraba Ambrosio. Era el famoso Fenómeno de Taganana, con el que se fotografiaban asustados los turistas, por unas monedas, para llevarse el recuerdo de su cara deforme en el culo del mundo. Tenía el cuerpo menudo que apoyaba en un bastón con las manos de timplista, era un caso célebre de síndrome de Crouzon. A nosotros no nos daba miedo, porque ya teníamos la costumbre de su aspecto asimilada en toda aquella fisonomía recóndita y secreta en la trastienda de la capital, era un hombre cohibido y entrañable. Los peones de Taganana cruzaban la frontera bajo la noche de la mañana para ir a trabajar temprano a las obras de Santa Cruz, en camiones donde la ruta la hacíamos los niños con ellos como si fuéramos de excursión a un sitio remoto. Taganana, con ayuntamiento propio en el siglo XIX, conservaba la creencia de una emancipación romántica, daba igual el borrón de sus derechos competenciales, pues seguía estando rodeada de montañas, como dice su nombre aborigen, al otro lado del telón. Y aquí, en los Cancajos, ahora, miro a la cara a Santa Cruz de La Palma, enfrente, y comprendo que Anaga, las casas profundas, no tiene la suerte de verle los ojos a Santa Cruz, conviven de memoria dándose la espalda, cada cual a lo suyo, como dos extraños. En Taganana no se sentían santacruceros, su mundo prehispánico (la capital de los dominios del mencey loco) la expulsaba de la urbe, y vivían en un estado consecutivo de olvido, plantando sus papas borrallas y cultivando las viñas en los bancales del macizo, sorribando y queriendo la tierra como parte de la familia. El resto del mundo les traída sin cuidado. Eran campo, no ciudad; la magia del valle los arrollaba y arrullaba, como condenación y prebenda. ¿Gente atravesada? Sencillamente, gente que no se fía. Yo sabía que vivíamos en un paraíso, Martín y yo, los meses de cada año que pasábamos en casa de Juana y Vicente, pisando uvas, ordeñando cabras y pastoreando entre los riscos que te avisan que te vas a caer. Doy fe. Uno de nuestros vecinos, Epifanio, se embarcó en mala hora. No sabía nadar. Como no sabía conducir cuando compró un coche que dejaba en el Lomo mal aparcado a un costado de la carretera de tierra. Las brujas del Bailadero y el cura de Taganana no daban crédito: Epifanio naufragó y salvó el pellejo en una balsa (diecinueve días) cuando se hundió el Berge Istra, el mayor carguero del mundo, en el 75, hace ahora 40 años. Todos, menos él y otro paisano, Imeldo, de La Punta, murieron. La Virgen de las Nieves tenía esas cosas. En Almáciga se contaban historias de ahogados. La mar no tiene palabras. Mata o ama callada la boca. Anaga es el Mar y la Montaña molestándose como dos chiquillos. Santa Cruz tiene aún que vencer las reservas de Anaga, ganarse la afinidad de los habitantes de este reino de la biosfera, casi tanto como darles la ‘nacionalidad’.