cuadernos de ÁFRICA >

La valiosa encrucijada – Por Rafael Muñoz Abad

Marchand observaba con desconfianza la débil proa del vapor belga que sobrecargado de hombres y pertrechos se aventuraba a remontar el río Congo. Su temor era meridiano. No era hombre de mar. El cuero desgastado de sus altas botas de oficial obedecía más a las andanzas continentales que al de las cubiertas. Navegar era cosa de británicos vanidosos y sin formas en la mesa. Por la popa empequeñecía la “civilizada” Brazzaville. Un tórrido arrabal de burdeles donde los pegajosos funcionarios del Rey Leopoldo engendraban bastardos y florecían las casas de contratación regentadas por todo tipo de liantes. Los bigotes de espuma que la roda abría en la caudalosa vena del corazón africano cada vez tardaban más en rebosar los márgenes de un río que en mar interior se iba transformando. La mayor preocupación de Kitchener era que el sol había desgastado el rubio de su cabello, temiendo con ello que los egipcios le consideraran menos inglés. Ganada a pulso en las campañas del Sudán, su reputación militar lo encumbraba como un líder nato. Esbelto aunque irlandés de cuna, representaba el canon de caballero victoriano. El 10 de julio de 1898, tras catorce meses de afluentes y caminatas a través de África central, Marchand llegó a su destino junto al Nilo blanco. Dos meses más tarde, remontando el Nilo, arribó Kitchener.

Ambos levantaron campamento y reclamaron el lugar. Cuando aún había caballeros, un polvoriento cruce en medio de la nada definió buena parte de los designios del continente bajo una “apuesta” trazada al mejor estilo de un club de época. Los británicos ansiaban un eje colonial que hiciera realidad el ferrocarril entre El Cairo y Ciudad de El Cabo y los franceses conectar Dakar con el mar rojo. Ambos intereses confluían en Faschoda. Al fresco del atardecer y en tierra neutral compartían mesa. Cordialidad y elegancia enhebraban las premisas con las que ambos justificaban la posesión de la valiosa encrucijada. Finalmente, la suerte del lugar la decidieron las metrópolis y el telégrafo. Un cable que cambio la faz de África y que hizo posible las avaricias de un tal Cecil Rhodes, que si pudiera… “anexionaría el mundo”; pero esa es otra historia.

*CENTRO DE ESTUDIOS
AFRICANOS DE LA ULL

cuadernosdeafrica@gmail.com